Antonio Gamoneda: Entrevista


Los trabajos de la luz (Fragmento)
Por Gonzalo Márquez Cristo
Entrevista realizada para el No. 17 de la revista Común Presencia.


Nació en Oviedo, España, en 1931. Considerado uno de los poetas españoles más importantes del siglo XX. Autor de Sublevación inmóvil (1966), Descripción de la mentira (1977), León en la mirada (1979), Lápidas (1987), Edad (1987), Libro del frío (1992), Libro de los venenos (1995), Sólo luz (2000), Arden las pérdidas (2003), y Cecilia (2004). Su obra fue reunida bajo el título Esta luz por Galaxia Gutenberg en 2004. 
Durante este encuentro en León, el prestigioso poeta galardonado con el Premio Nacional de España (1988), el Reina Sofía (2005) y consagrado con el Cervantes (2006), compartió durante 24 horas su descarnada agudeza y su imperativa necesidad de lo poético. 

* * *

«Hay una astilla de luz en la apariencia de la eternidad, hemos lamido, casi amándolas, membranas invisibles, no hay más que invierno en las ramas inmóviles y todos los signos están vacíos.

Estamos solos entre dos negaciones como huesos abandonados a los perros que nunca llegarán.
Va a entrar el día en la habitación calcinada. Ha sido inútil la sutura negra.

Queda un placer: ardemos
en palabras incomprensibles». A.G.

—Por suerte los señores del correo hurtaron las revistas porque hemos tenido que conocernos. Ya sabéis que «amo mis pérdidas» —dijo Antonio Gamoneda refiriéndose al extravío de unos ejemplares de Común Presencia que contenían un homenaje a su labor creativa. 
Luego de varias citas postergadas en un raudo periplo por Europa nos habíamos encontrado al fin frente a la deslumbrante catedral de León una fría tarde de verano.
—Ha traído ropa muy ligera y yo soy el autor de El libro del frío —dijo contemplando con curiosidad mi indumentaria. 
Sonreímos. Eran las tres de la tarde. Su voz estaba colmada de ecos. El cielo era azul, el viento estremecía.
La noche anterior Madrid ardía a más de treinta grados pero el clima había descendido radicalmente tomándome por sorpresa. 
—El fuego migra. Debemos creer apasionadamente en el hielo, que siempre resulta profético… —divagó.
Luego para eludir a un grupo de música folclórica que se aproximaba a la plaza, Gamoneda señaló el rumbo y caminando con las manos enlazadas a su espalda recomenzamos esa conversación que nunca se ha detenido desde hace cuatro años cuando comenzamos a cultivar nuestra desolación en el espacio virtual.
—En verdad existen citas que uno debe cumplir, pero conmigo me parece un despropósito... Yo por mi parte, comprobé lo inútil que es el movimiento y ya no quiero viajar más. Ahora sólo intento permanecer en mi barrio. 
—¿Pero visita con frecuencia Madrid?
—Mucho más de lo que me gustaría. Es un territorio de topos, una metrópoli subterránea. No me parece responsable vivir en una ciudad. Las carreteras sepultaron los caminos, la luz eléctrica abolió la fuente de enigmas que habita en el rebelde fuego. Hemos elegido la soledad. En el jardín de mi casa hay una adelfa cuya presencia me es necesaria, ¿cómo podría vivir en un lugar tan hostil como una urbe? Si abandono este pueblo será para vivir en otro más pequeño, en una provincia, en una aldea.
Caminamos lentamente por las calles de León hablando de poesía. Hacía frío. Gamoneda invulnerable con camisa de manga corta paraba en cada esquina para señalar detalles arquitectónicos del lugar. Sin duda había domeñado el hielo. Entonces tomándome del brazo dijo circunspecto:
—Vamos a hacer las cosas en orden, bueno... Entraremos a una tasca para iluminarnos.
 Lo vi prender un cigarrillo que fumó furtivamente para no ser sorprendido por su familia que cuidaba el interdicto médico. 
—He aprendido que la amistad es el único sentimiento que critica al tiempo, no el amor que es tan vulnerable y arbitrario. 
Súbitamente fuimos interrumpidos por un viajero catalán que lo reconoció preguntándole con voz estentórea:
—¿Es usted el escritor, verdad?
—Bueno, no estoy tan seguro de eso —replicó Gamoneda.
—Con personas como usted sería mejor el mundo, alto poeta —profirió antes de desaparecer.
—Me dieron el Premio Reina Sofía el año pasado, lo cual agradezco, aunque haya sido algo despiadado para mi privacidad —añadió después—. Además me lo otorgaron de manera injusta, ¿cómo se les ocurrió concedérmelo cuando estaba de finalista Blanca Varela? ¡Qué arbitrariedad! Estaban nominados otros escritores de gran prestigio pero me parece que eran narradores, y claro con la poesía no se discute. 
Las horas danzaban. Más tarde su esposa preguntó si Colombia era un país tan peligroso como lo describían los periódicos y él un poco desconcertado se apresuró a responder por mí:
—El hambre es peligrosa. La soledad tiende terribles celadas. La injusticia es un crimen, la esclavitud, la melancolía... Y bueno, ¡la poesía debe ser siempre peligrosa!
Más tarde llegó de visita su hija Amelia quien había traducido Desgarradura de E.M. Cioran para Tusquets, lo cual me produjo alguna confianza. 
—¡Qué extraño! En mi casa vinieron a encontrarse los amantes del monstruo rumano. Creo que estoy rodeado de seres desahuciados, de condenados metafísicos —intervino con ironía.
Conversamos sobre los riesgos de la traducción y de la verdadera escritura, que «es la traducción de la voz de la muerte».
—Es notable el castigo al que nos somete el lenguaje, es conocida su obsesión por corregir, por decantar, por elaborar varias versiones de un mismo poema...
—Mi vida es un constante desandar. Creo que todo puede ser depurado, tallado hasta la desesperación. No le soy muy simpático a los editores pues siempre estoy enmendando mis versos. No creo que la publicación sacralice, pienso que un texto por más refinado que sea siempre puede derivar en una forma más exacta, más perturbadora.
—Existe la idea cabalística de que el mundo es perverso porque el escriba del omnipotente dios erró al transcribir una palabra del texto sagrado.... No podemos olvidarlo.
—Es una leyenda muy generosa con el lenguaje, y aunque algunos crean que toda palabra es sustituible por otra, la labor del poeta es demostrar esa imprecisión, porque toda palabra en verdad debe ser la última. Sí, la poesía es el territorio de la última palabra, el poema es el país donde sólo se dice la palabra final. 
Entrada la noche confesó su pasión por el vino del Duero: «Este elíxir posee el valor de lo áspero, de lo secreto, y no es tan promiscuo como el de Rioja». Luego festejó todos los estadios de la dificultad, celebró el dolor que ilumina.
—Sufrí de niño la Guerra Civil y padecí el hambre, conocí su humillante poder, por eso nunca dejo comida en mi plato —advirtió cuando nos preparábamos para cenar.
Su voz era pausada, sus pensamientos surgían tallados con serenidad, con obstinación como sus versos. 
—Es increíble lo devastadores que han sido los políticos, sorprende que el mundo haya sobrevivido a sus ilusiones. Nos condenan, nos excluyen, nos escinden... Y en tanto no deja de ser asombroso, que por ejemplo en Colombia, casi nadie sepa quién es Claudio Rodríguez, nuestro buen poeta, condición muy escasa en todos los tiempos, pero muchos sepan hasta los míseros detalles de los más abyectos dictadores.
—Conocemos más a José Ángel Valente y Gil de Biedma que a Rodríguez —agregué.
—Ellos eran poetas, pero José Ángel escribía sólo con la mente y Gil tenía un rumor anacrónico, lo cual no es lo apropiado. La poesía española está en una crisis preocupante, especialmente si se le compara con la escrita en Latinoamérica o en Portugal, para citar sólo al enigmático Herberto Helder. Los poetas pretenden ser divertidos ahora, ellos, los que dialogaban con la muerte se han convertido en bufones, y eso habla muy mal de nuestros tiempos. 
Eran las cuatro de la mañana. Fatigados interrumpimos la conversación para dormir algunas horas, con la promesa de que al día siguiente Antonio Gamoneda con sus 75 años acudiría para ser guía en el interior de esa catedral que tenía fama de ser una de las más bellas del mundo, escala obligatoria en el Camino de Santiago. 
Visitamos la estatua de Gaudi y nos despedimos para descansar. Al día siguiente Gamoneda fue puntual aunque estábamos golpeados por la noche. Al recogerme en el hotel lo escuché decir con voz grave:
—Bueno, vamos a hacer las cosas en orden. Debemos tomar algo preparatorio. Puede convenir un café con alegría. 
El rústico orujo hizo efecto muy rápido. Antonio, duplicó la dosis, pero yo opté para esta segunda acometida por el aguardiente en su estado original. Después le dimos la vuelta a la catedral y nos decidimos a entrar.
La sensación fue asombrosa. La gran estructura se diluía en sus gigantescos vitrales. Unos enormes espejos duplicaban las formas ilusorias. Advertí que a Gamoneda después de tantos años de vivir allí aún le parecía esplendente. Nos sentamos en una butaca a contemplar el acierto arquitectónico. Me señaló detalles de la puerta y de la cúpula. La catedral era evanescente, casi de cristal.
—Desde afuera parece invulnerable, de piedra; pero en el interior advertimos que está hecha de la frágil y cambiante luz —reflexionó.
—Los trabajos de la luz, los oficios de la luz —pensé en voz baja.
Decía frases sueltas. Los peregrinos pasaban murmurando. Media hora después abandonamos el descomunal templo y entramos a un bar con el propósito de reiterar el orujo. 
Todavía en la memoria escucho su voz pausada lanzando preguntas, hablando de la benéfica soledad, de la fértil desolación, de la importancia de todos los abismos. 
El tiempo se dilataba y ya debía apresurarme para poder alcanzar el tren de regreso. 
Gamoneda me acompañó hasta la avenida que conducía a la Estación caminando fatigosamente. Allí me despedí por primera vez recibiendo su generosa calidez. Digo por primera vez, pues perdería el tren a Madrid, y como también amo mis pérdidas, gracias a aquel incidente pude regresar un par de horas después a su casa para decirle:
—La próxima vez que viaje a Europa, aunque me encuentre en Praga, vendré a visitarlo. Con pérdida de tren incluida.
Sorprendido acudió a su leit-motiv:
—Vamos a hacer las cosas en orden, podemos indagar en el vecindario por otro orujo. ¡Hasta el ruin verano puede mostrarse a veces generoso!
«Esta es la Edad del hielo en la garganta», «la memoria es mortal», «la única sabiduría es el olvido...» Son algunas de sus frases que siempre me acompañan. 
Al día siguiente volé de Madrid a Bogotá leyendo su poesía completa publicada cuidadosamente por Galaxia Gutenberg. A mi regreso los mensajes por Internet se hicieron más frecuentes y muchas veces alivian mi oscuridad.
Hace unas semanas nos cedió sus poemas para publicar una antología en la colección Los Conjurados de Común Presencia: pues en «Colombia hay mucha gente que puede necesitar mi dolor». Y es importante hacerlo ahora: «porque la poesía es la única libertad a la que puede acceder alguien imperfecto como yo».
El 30 de noviembre del mismo año Antonio Gamoneda fue galardonado con el Premio Cervantes, y puedo asegurarlo, ocurrió contra su voluntad. Porque cuando evocábamos al ermitaño poeta portugués Herberto Helder, famoso por haber rechazado los reconocimientos más importantes de su lengua incluido el Camoes, afirmó con voz lacónica:
—Hace bien en no aceptarlo, es irreprochable su conducta. A mí, al parecer, quieren sitiarme con numerosos premios. Pero la poesía no debe participar de ningún intercambio que no sea el del amor. 
A continuación transcribo la totalidad de la entrevista que previa a este encuentro preparé en Bogotá, esa «ciudad sitiada por la lluvia», donde el poeta del frío revela con austeridad sus cruentos combates con la luz.

—«El diálogo entre pensamiento y poesía evoca la esencia del lenguaje para que los mortales puedan aprender de nuevo a habitar en el habla, y este diálogo hasta ahora comienza» —dice Heidegger—; ¿por qué sólo hasta las primeras décadas del siglo XX se empieza a legitimar el vínculo de la poesía con el pensamiento? ¿Por qué la poesía estaba adosada a la música, la política y el amor, legándole a la filosofía y al ensayo todo el escenario reflexivo?
—No coincido plenamente con el planteamiento. Cierto que, en las primeras décadas del siglo XX, se hace presente el pensamiento, pero se trata, en rigor, de un pensamiento poético, desmarcado del ámbito discursivo, reflexivo o filosófico. Estas modalidades podrán estar, pero será en un plano secundario; no pertenecerán a la esencia del lenguaje y del pensamiento poético, sin embargo el diálogo del que habla Heidegger puede compensarnos de una palabra deshabitada.







(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010


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