Alfredo Silva Estrada: Entrevista

Poesía Compartida en confluente contemporaneidad
Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio
Realizaron la siguiente entrevista para el No. 3/4 de la revista Común Presencia




Nació en Caracas en 1933 y falleció en 2009. Cursó filosofía en la Universidad Central de Venezuela y se doctoró en la Sorbona, en París. De 1965 a 1982 dirigió el programa Homenajes en la Radio Nacional de Venezuela. 
Es autor de los libros: De la Casa Arraigada (1953), De la unidad en fuga (1962), Literales (1963), Trans-verbales (1967-1972), Acercamientos (1969), Los moradores (1975), Contra el espacio hostil (1979), Narraciones sobre reticuláreas (1982), Dedicación y ofrendas (1986), Por los respiraderos del día (1999), Al través (2002), y La palabra transmutada (1989). 
De gran influencia en las generaciones posteriores, Silva Estrada, cuya poesía fuera elogiada por el Premio Nobel Eugenio Montale, se consagró como traductor de voces de la lengua francesa, tales como: Bonnefoy, Dupin, Reverdy, Ponge, Chedid, Godel, Verhesen, Miguel y Valéry... 
En 1997 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura y en 2001 obtuvo el Premio Internacional de Poesía de la Bienal de Lieja (Bélgica), prestigioso reconocimiento concedido a Ungaretti, Perse, Paz y Juarroz, entre otros.
La insumisión de lo poético, la penetración en las huidizas tierras del sueño, la palabra de la anticipación y los encuentros con varias de las figuras más deslumbrantes de lo que él denominara Poesía compartida en confluente contemporaneidad, hallan en este diálogo su escenario fecundo.

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Una fría noche bogotana, mientras nos guarecíamos de la lluvia, Hernando Socarrás, el poeta de luenga barba que viste siempre de blanco, concibió el delirante sueño de invitar a Colombia a Alfredo Silva Estrada, tentativa que lindaba con lo absurdo pues conocíamos el carácter misantrópico del escritor venezolano y especialmente porque el lugar de encuentro no sería Bogotá, y ni siquiera Medellín, sino San Diego (Cesar), un pequeño pueblo ubicado a media hora de Valledupar. 
Allí se realizaba desde hacía unos años un Festival de Poesía de escasa trascendencia, que reunía a los desorientados habitantes en un escenario improvisado en el parque central donde poderosos parlantes emitían las intervenciones de los autores invitados, que podían ser escuchadas en todo el pueblo e incluso en algunas montañas vecinas por integrantes de un frente guerrillero anclado en aquel territorio, que disfrutaba de estas populares ceremonias, a tal punto que en alguna ocasión, un comandante conmovido con la palabra de un poeta febril, ordenó raptarlo durante una noche para gozar de una lectura exhaustiva de su obra. 
Solidarizados con la idea de inmediato le escribimos una carta a varias manos a Alfredo Silva, famoso por su cultura exquisita y por unos ademanes que no los tenía ni el más refinado del clan de los Guermantes descrito por Proust, dándole numerosos detalles de la extravagante invitación a ese sitio exótico, donde se le rendiría un homenaje binacional. La respuesta no se hizo esperar y para nuestro asombro fue afirmativa. El prestigioso traductor de Edmond Vandercamen, Andrée Chedid, Georges Schehadé y Francis Ponge, entre otros, asistiría al Valle de Upar y a San Diego con su esposa Sonia Sonoja, la bailarina que introdujo la danza moderna a Venezuela.
La planeación del evento sufrió los esperados contratiempos inherentes al reino del realismo mágico pero logró avanzar de una forma que no dejaba de sorprendernos. Varios poetas venezolanos que habitaban en Caracas (Benito Mieses, Hermes Vargas, Leonardo Luzón) y en Mérida (Stephen Marsh, Manuel Esteban González, Eduardo Rivero, Gregory Zambrano...) decidieron acompañarlo en el anunciado homenaje. 
El día anterior a la inauguración del Festival todos teníamos cita en San Diego, Cesar, en un restaurante silvestre donde se prodigaba licor a la horda poética que iba llegando en pequeños grupos desde el vecino país a recibir su primera lección de vallenato clásico. Casi al atardecer arribó Silva Estrada y durante la larga reunión seguirían apareciendo por la devastada puerta de madera otros de los doce poetas venezolanos que se congregarían en ese inusual paisaje para rendirle culto a una palabra poética de ecos abigarrados y gran complejidad formal. Cuando el grupo estaba completo y los invitados instalados en elementales hoteles de paso, Hernando Socarrás guió a toda la comitiva por calles oscuras y polvorientas hasta una amplia casa donde un misterioso personaje aguardaba para la celebración. Mientras Alfredo Silva refería anécdotas de sus encuentros con poetas tan inalcanzables como Bonnefoy, comenzamos a escuchar el sonido de un acordeón que atravesaba la noche. 
Al ingresar al humilde recinto dispuesto, fuimos recibidos con fraternidad por Ulises Ospina, Jáder Rivera, Luis Mizar, Peter Olivella, Alberto Murgas y otros poetas de la región. Después de los cálidos saludos irrumpió un ciego que caminaba tambaleante y sin bastón, seguido por una mujer muy joven, que lo conducía al centro de la sala. Todos guardamos silencio ante la aparición sorpresiva. Allí estaba ante nosotros, disponiéndose para cantar, el legendario compositor vallenato Leandro Díaz.
Interpretó tres de sus canciones y al terminar «La diosa coronada», el juglar que se había sumado a la celebración rendida al poeta venezolano lo instó a leer alguno de sus textos. Alfredo Silva se sintió un poco cohibido ante la demanda del famoso cantautor y con voz profunda recitó su poema «Antes de partir»:

«No te detengas a mirar 
Estas sábanas en desorden
Y ese vaso
Donde tantas veces uno ha bebido
Busca más bien
Los horizontes que puedas tejer como estambres
Los pájaros que comen sobre los hombros de los ciegos
Y esa ruta que te lleve
Como una escritura».

Cuando terminó quedamos asombrados al advertir que ese texto, uno de los pocos poemas suyos que se sabía —según comentara después—, hablaba de los hombros de los ciegos. Leandro conmovido ante esa alusión cantó dos horas más apenas interrumpiéndose para susurrarle a su acompañante ardientes frases de amor. 
—Espero no despertar mañana con los pájaros desayunando sobre mi pecho —le dijo a Silva Estrada más tarde al despedirse. Nos levantamos para dejar pasar al músico trémulo, de nuevo seguido por su compañera.
—En este país los ciegos conducen a sus lazarillos —comentó el escritor homenajeado a manera de adiós.
Entonces quedamos hasta la voraz salida del sol a merced de los poetas que empezaron a leer colectivamente el hermoso libro de Los moradores.
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Este fue nuestro primer acercamiento al venezolano que ha protegido el albergue de la palabra y su figuración pre-reflexiva como una audaz definición del deseo. Al autor que encara así la prestidigitación a la inversa: La «magia que no restituye, que sólo hurta».
Ya son muchos quienes han delatado la «respiración de su escritura», el Premio Nobel italiano Eugenio Montale lo juzgó como poeta verdaderamente notable, el belga Fernand Verhesen, director del Centro Mundial de Estudios Poéticos, ha escrito ensayos sobre su obra y lo ha traducido a su lengua, y su voz desde hace décadas se ha ido propagando a varios idiomas.
A continuación su pensamiento que pareciera erigirse como un manifiesto poético, las misteriosas ondulaciones de su palabra de viento...
—¿Podría guiarnos hacia sus germinaciones poéticas?
—Por experiencia de indagación sé que los orígenes, o más bien el origen primero en poesía, es siempre meta inalcanzable, y permanece, debe permanecer oculto, subyacente y propulsor. El origen nos busca, lo buscamos en cada poema como el único lugar habitable que al mismo tiempo se torna elusivo. «Todo oculto en los roces/ en las claves de impulso el origen destina esta unidad fugada para siempre», digo en «Instancias en el polvo»; pues en esa búsqueda incesante de lo originario, la retrospección nos abre un espacio de su utilización; entonces el origen estará en todas partes y en ninguna. Es ese el límite palpitante (presencia ausencia) en cada poema que nos abandona ante un umbral de deslumbramientos y de misterio.
—Bachelard estudia la imaginación del movimiento; esta orientación teórica del arriba-abajo, del atrás-adelante, fundamenta varios de sus poemas. ¿Acaso esta dialéctica es inevitable en el viaje interior?
—Sí, movimiento, resaca sofrenada, expansiones de ese viaje que no es otro, sino el conforme al incesante acecho de un espacio que podamos situar desde adentro confrontándose siempre con un afuera hostil o propiciatorio; internación sólo alcanzable a través de nuestra respiración, nuestros latidos. Así, cada poema es descampado o laberinto, crispación o sosiego; un límite, un deslinde, una vinculación, reiterado insistentemente como umbral. Por eso en el poema, cielo y suelo, muro e intemperie, horizonte y costa desde donde oteamos, son mucho más que símbolos, son presencias afrontadas.
—Nos parece adivinar en su obra la huella de la poesía expresionista, y de poetas como Valéry, René Char, Larrea, Vallejo. ¿Son acaso orientaciones importantes?
—Me es muy difícil explicitar influencias, y rodeado como estoy de tantas voces que me son fraternas. Las influencias las verían con mejor ángulo de enfoque mis lectores, y tal vez sólo sería beneficioso detectarlas, para o por una crítica causalista; más que de influencias preferiría aludir, sólo aludir a los grandes lugares comunes de eso que con Fernand Verhesen, Jones y algunos otros, nos complacemos en llamar desde cada singularidad irremplazable «la poesía compartida en su confluente contemporaneidad». Y llegó el momento de decirles, que bello título eligieron para “nuestra” revista Común Presencia, qué poeta de hoy no se sentiría en buen calor junto a la lumbre de René Char. Los poetas de este tiempo hollamos un mismo suelo, habitamos una misma tierra, que no es tierra de nadie sino un lugar en cada caso único donde cada uno está a la escucha a su manera y ve nacer lo elemental también desde sí mis­mo.
—¿Cómo se ha desarrollado su búsqueda? ¿Se podría decir que De la unidad en fuga es un retorno a su libro original De la casa arraigada?
—Si alguna evolución ha habido, sería quizás la de las recurrencias obsesivas resueltas en estructuras que he deseado cada vez diferentes. No me gusta repetir fórmulas, o al menos no deseo repetirlas conscientemente. Apenas puedo percibir (en ese juego peligroso de lector de uno mismo) que un poema, me ha llevado al siguiente dentro de un impulso natural; por ejemplo las interrelaciones que espontánea­mente se suscitaron en Literales me fueron llevando poco a poco, y en ocasiones por arrebatos, a través de vías en principio irreflexivas hacia una escritura más abierta y de mayor movilidad. Así, Trans-verbales es una consecuencia de la lectura por reiteraciones transmutantes que propongo en «En delirio de piedra». Lo aleatorio de Trans-verbales no fue para mí un simple juego, sino una ineludible exigencia del poema que quería abrirse totalmente. En cuanto a un supuesto retorno a De la casa arraigada desde De la unidad en fuga podría decir tan solo que en poesía no hay posible regreso. Volver atrás sería encaminarnos apenas hacia la morada de lo que René Char lla­ma El amor realizado del deseo que permanece deseo. (...)


(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010.


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© Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio