Olga Orozco: Entrevista

En el final era el verbo (Fragmento)




Por Gonzalo Márquez Cristo
La primera versión de esta entrevista publicada en el No. 3 de Común Presencia contó con la participación especial de Amparo Osorio, Omar Martínez Ortiz y Yirama Castaño.


Olga Orozco, nació en Toay, Provincia de la Pampa Argentina, el 17 de marzo de 1920 y falleció en Buenos Aires el 15 de agosto de 1999.
Autora de una de las más sólidas obras poéticas en lengua hispana, en 1962 le fue otorgado el primer Premio de Literatura, al que le siguieron a largo de su vida los prestigiosos reconocimientos: Gran Premio de Honor otorgado por la Fundación Argentina para la Poesía (1971); Gran Premio del Fondo Nacional de las Artes (1980); Laurel de Poesía Universidad de Turín, Italia, (1984); Primer Premio de la Fundación Fortabat (1987); Gran Premio de Honor Sociedad Argentina de Escritores (1989); Premio San Martín de Tours (1990); Gran Premio Alejandro Shaw (1993). En 1998 le fue otorgado el Premio Juan Rulfo en Guadalajara, México. 
Es autora de los poemarios: Desde lejos (1946), Las Muertes (1952), Los juegos pe­ligrosos (1962), La oscuridad es otro sol (1962), Museo salvaje (1974), Cantos a Berenice (1977), Mutaciones de la realidad (1979), La noche a la deriva (1984), En el revés del cielo (1987) y Con esta boca en este mundo (1994). Olga Orozco, nacida con el sol en Piscis y ascendente en Acuario, y con un horóscopo de estratega en derrota, según lo refiere en «Anotaciones para una autobiografía», nos guía por su denso y estremecido universo poético, explorando los matices agónicos de su voz, el incesante exilio interior y la raigambre entre misticismo y poesía, con su palabra propagadora de asombros.

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Siempre que conversaba con Olga Orozco me impresionaba la gravedad de su voz, la fuerza de sus opiniones y la estremecedora capacidad para elevar el mínimo dolor o la más cotidiana desgarradura a una categoría estética. Su cáustica percepción del mundo y su impositivo sentido maternal que me regresaba por momentos a las reprimendas de la infancia me lanzaba en ocasiones a una feliz desolación, para usar su reiterada imagen. 
Fueron múltiples las cartas y las llamadas que me acercaron a su peligroso dominio y hoy, a veinte años de la entrevista que realizáramos en agosto de 1990 para el número 3 de Común Presencia —donde publicaríamos una extensa selección de sus poemas inéditos—, me parece pertinente transcribir un fragmento de la misiva que antecedía las respuestas a aquella inquisición interior, con el propósito de fijar un retrato más conmovedor de esta poeta magnífica, cuya obra se ha convertido ya para el lector hispanoamericano en legendaria. A continuación su llamativo preámbulo: 
«Entre mi intención de responder la entrevista y el papel pasaron enfermedades, crisis profundas, descorazonamientos, invasiones de hormigas, adioses imposibles y hasta inundaciones. Después también está el cuestionario que se las trae. ¿Te parece que son preguntas naturales, y sobre todo crees que son cosas que pueden interesar a alguien? Ay Gonzalo, Gonzalo, te he contestado como he podido, y si no te gusta rompe los papeles y cúbrete de ceniza. Suprimí una pregunta, porque no me gusta andar todavía por el mundo de la mano de Enrique Molina y de Alejandra Pizarnik. Para perderme en el bosque me basto sola, cantando o llorando, pero sola. El tiempo se me gasta en asistencias, en urgencias y en responsabilidades. Me queda un poco para desvelarme o para esconderme detrás de la puerta. Paciencia y barajar, como decía el gran clásico» (...) Buenos Aires, 20 de agosto de 1990.

La versión original de la entrevista aparece a continuación complementada con apreciaciones hasta ahora inéditas extraídas de la correspondencia donde es imperativa su voz atormentada y fecunda. Aquí, la hueste de escorpiones de un pensamiento en el fragor de su intemperie existencial:
—¿Quisiera conducirnos hasta los orígenes de su poética?
—Empecé a escribir cuando sólo sabía hablar, jugando con las palabras, relacionándolas por sus sonidos y sus posibles significados, sin duda a través de impotencias, exaltaciones y asombros. Yo era una niñita tímida, reconcentrada y temerosa, acosada por misterios insolubles como lobos; y ahora comprendo que nombrar el mundo a mi manera equivalía a poseerlo, o a descubrir en mi expresión un «tú» permeable y comunicativo que me ayudaba a abordar lo extraño, lo ajeno. Era como establecer un diálogo íntimo y revelador con los fulgores, con los enigmas y hasta con las acechanzas.
—¿Cómo se ha ido transmutando su pa­labra? ¿Cuál es el matiz más reconocible de aquella búsqueda del centro que siempre se escabulle, como parece ser la creación poética?
—Cuando pude trasladar mi juego al papel, se fue convirtiendo poco a poco en una apremiante tentativa de intercambio con lo inasible, cada vez más exigente, más rigurosa y más insatisfactoria. Puedo decir que siempre choqué con la zona vedada, la zona intransitable para el razonamiento o la explicación suficiente. Esta zona estaba en todas partes, dentro y fuera de mí, fuera y dentro de las cosas. Creo que supe desde muy temprano que la forma no era el límite, que había prolongaciones invisibles que iban desde el revés de la forma hasta mucho más allá de eso que llamamos esta realidad. Y me dediqué a interrogar las sucesivas realidades que hay detrás y que la incluyen, naturalmente, y siempre recibí como respuesta otra interrogación. Por otra parte, creo que eso es la poesía en sí: una permanente interrogación que lleva un poco más allá. En cuanto a la alquimia realizada a través de los años, si bien es evidente que el lenguaje se ha ampliado y que el estado de alerta frente a cada paso del proceso creador se ha ido exacerbando, mis intentos de aproximación a lo indecible se dirigen a los mismos centros. Dije más de una vez que es como arrojar la misma piedra a las mismas aguas: tal vez haya una diferencia en la onda que se produce, un mayor o menor acercamiento al punto exacto, pero la piedra, bajo distintas luces y apariencias, no es otra, y el agua es invariable.
—¿El asalto continuo de la realidad cómo transforma su poesía?
—Supongo que la realidad que menciona es esta —inmediata, limitada y densa— a la que po­demos acceder con los sentidos y que tal vez sea un reflejo, como el de la ca­verna platónica. Y no es que la desdeñe. La amo, me seduce y me arrebata; le tengo el mis­mo apego irrenunciable que a mi propio cuerpo. Pero sospecho que me impide ver, que es bastante impermeable, que repre­senta además la contingencia, la ruptura, el accidente, la fragmentación, el desmigajamiento de la eternidad en el tiempo. Es la pared que separa lo que estuvo unido. Y eso es notable también en mi poesía: un muro contra el cual golpeo permanentemente, tratando de trascenderlo, de descubrir alguna puerta, alguna fisura que me permita atisbar el otro lado.
—¿Podríamos decir que su voz, producto de un continente vulnerado, busca además el encuentro de los remotos caminos donde extraviamos nuestro aliento fundador?
—Pertenezco a un continente que me deslumbra y que pretendo me acompañe donde quiera que vaya. Lo demás, más que una pretensión es una especie de sed. Tengo el sentimiento y la nostalgia de la unidad perdida, llámese paraíso, llámese Edad de Oro, llámese el Uno Absoluto. Creo que desde allí el verbo habría continuado descendiendo, a través de la palabra, hacia la creación objetiva. Todos los mitos indican que se crea nombrando, que hay una especie de progenitura de la palabra unida a la creación, co­mo si palabra y cosa constituyeran una identidad. Cuando escribo un poema, creo con imágenes verbales suscitadas por esas mismas cosas, produciendo encadena­mientos que me remiten cada vez más lejos, como si estuviera remontándome hacia la primera palabra y la unidad primordial. Naturalmente no llego jamás a las sílabas que podrían convertirse en el verbo sagrado, el cual estaría entonces al principio y al final de la creación. Creo que era en ese sentido que Valéry escribió con respecto a Mallarmé: «Se podía decir que él ubicaba el verbo no al comienzo, sino al final, detrás de toda cosa», como ocurre en mi poema «En el final era el verbo».



(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010

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© Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo