Armando Villegas - Entrevista


Luz ancestral
Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo conversaron para el No. 18 de Común Presencia con este reconocido pintor y escultor peruano radicado en Colombia hace más de cinco décadas, sobre sus inicios y el desarrollo de la plástica en América Latina, sus luminosas obsesiones presentes en su extensa obra figurativa y abstracta, y su tradicional disciplina en búsqueda del «oro del tiempo»; como homenaje a sus ochenta años de una vida consagrada al arte

Tres antiguos relojes dieron las 3 de la tarde mientras aguardábamos en la sala principal de su casa observando un grabado de Rembrandt y una cerámica que realizara Picasso en la alfarería de Madoura. Nos movíamos cuidadosamente entre el bello abigarramiento de la decoración. De pronto el saludo entusiasta de su esposa Sonia Guerrero, arrebatándonos de nuestra silenciosa contemplación, nos hizo perder momentáneamente el equilibrio provocando el oscilar de un enorme florero habitado por especies exóticas.
«No es prudente tropezar en este lugar, en verdad...» –afirmó ella sonriendo mientras observábamos a nuestro alrededor los objetos de delicados diseños, su colección de exquisitos cristales, los numerosos Cristos de la colonia, los refinados santos de la escuela quiteña, el acuario donde agonizaba un pez anaranjado, y una virgen de Legarda.
Desde su amplio estudio invadido por su emble-mática obra figurativa, sus recientes creaciones abstractas y sus totémicas esculturas que irrumpían en inesperados sitios semejando una invasión extraterrestre, nos llegaba la voz serena de Armando Villegas. Lo oímos certificar la autenticidad de uno de sus cuadros a un hombre que había acudido minutos antes que nosotros, para posteriormente opinar: «En verdad toda obra es original, lo malo está en el plagio por lucro. Copiar es bueno por admiración, por aprender técnicas o para rendir un homenaje. Una vez hice la réplica de un brazo de Cristo, cuadro pintado por Obregón, que nunca pude comprar... Fue la forma de satisfacer mi sueño» –dijo saludándonos desde lejos, y prosiguió: «Esta es una cultura de la falsificación, todo lo han degradado, todo, hasta la luz...»
Poco después Martín, el gato birmano, verdadero rey de su dominio, arribó maullando a la sala donde nos encontrábamos, y saltando sobre el sofá principal, se acomodó como un centinela que espiaba incluso nuestra respiración.
«Son los últimos seres puntuales» –dijo entonces con entonación pausada el artista que venía a nuestro encuentro con los brazos abiertos.
El gato observaba atento el acuario. Villegas impidiendo que comenzáramos la entrevista se devolvió súbitamente con preocupación, con el propósito de observar un pez que permanecía estático, mientras los otros comenzaron a girar intensamente a su alrededor intentando devorarlo. Sugerimos diversas estrategias para controlar el canibalismo acuático que comenzaba a desatarse, opinando con pasión e ignorancia sobre piscicultura; y ya cuando recordábamos al «pez soluble» de Breton sin decidirnos a actuar, apareció alguien con una pequeña red y sin mediar palabra lo trasladó a un recipiente de vidrio, donde por instantes pareció revivir rondado por los arrogantes felinos.
Entonces retornó el sosiego. Caminando al lugar elegido para la entrevista nos señaló un hermoso óleo de Obregón, elogiándolo con generosidad. Nos invitó a apreciarlo, reparando posteriormente en un cuadro de Corot y en el famoso dibujo que le hizo Fernando Botero a Gonzalo Arango, cuya imaginaria obesidad nos hizo recordar por un momento el rostro delgado –en verdad demacrado, esperpéntico– que caracterizó siempre al Papa de la poesía Nadaísta.
AV: Gonzalo Arango gordo, qué extraordinaria imaginación... El arte debe fingir algunas veces en su búsqueda reveladora –afirmó irónico.
Luego de ver parte de su colección privada, que corroboraba su obsesión vital por la estética, y mientras preparábamos la grabadora, vimos como el gato Martín, más sociable que su hermano Pablo– saltó sobre el pecho de Villegas para permanecer allí adormilado durante toda la conversación.
CP: Su arribo a Colombia se produce en el año 50. ¿Por qué precisamente este destino?
AV: Yo había conocido en Lima a dos jóvenes colombianos que estudiaban en la Escuela de Bellas Artes, quienes me informaron de un programa de intercambio que en ese momento se efectuaba entre los dos países y me entusiasmé por venir a estudiar pintura mural. Con otro colega peruano interesado en estudiar arquitectura hicimos el recorrido por la carretera Panamericana. Cuando llegamos a Bogotá, nos presentamos casi de inmediato en el Ministerio de Educación con el propósito de gestionar todo lo relacionado con el programa y resulta que tal beca no existía. No había nadie que diera razón al respecto. Allí sin embargo nos sugirieron que lo intentáramos en la Escuela de Bellas Artes para probar la idoneidad y la posibilidad de que en esa institución nos apoyaran. Efectivamente después de nueve meses de estudio nos concedieron una beca. Luego me vinculé a la Universidad Nacional y allí hice un posgrado en pintura mural que era el propósito de mi viaje a Colombia
CP: ¿Cuál era su actividad artística en ese momento?
AV: Fue una etapa de muchas búsquedas y aprendizajes. Comencé a trabajar en la Galería el Callejón como ayudante de medio tiempo y el resto del día estudiaba. Desde ese sitio, próximo a la Librería Central, conocí a quienes luego manejarían los destinos culturales y políticos de Colombia. Comencé a relacionarme con los personajes más sobresalientes del momento: Enrique Grau, Cecilia Porras, Guillermo Silva Santamaría; con esa juventud de artistas pujantes que intentaban abrir su espacio y que terminarían siendo mis amigos. Paralelamente avanzaba en mi obra. Por entonces conocí a Álvaro Mutis, a quien pedí que escribiera las palabras de presentación de mi primera exposición; él me dijo inmediatamente que aceptaba, pero pasadas unas semanas, cuando le pregunté si estaba listo el texto para elaborar el catálogo, contestó que no había tenido tiempo, pero que le diría a un amigo suyo, que era periodista de El Espectador, para que hiciera esta presentación. Ese inesperado cambio al comienzo no me agradó. Sin embargo fue así como tuve mi primer contacto con Gabriel García Márquez, quien escribió la generosa presentación de aquel catálogo inaugural. Gabo también estaba en sus inicios y sus búsquedas, y desde entonces conservamos nuestra prolongada amistad. Recuerdo que muchas veces él me dijo observando mi infaltable corbata: «tú debes ponerte un sobrenombre o un seudónimo, porque eres muy formal, y eso en este país puede ser nefasto para un artista».
CP: ¿Cómo se vinculó posteriormente con el grupo de creadores de esa época?
AV: La verdad que no fue fácil. Yo no sólo era extranjero sino muy tímido. Extrañaba la bohemia y las tertulias del Perú que eran más abiertas, más completas en el sentido del aprendizaje. Allí compartíamos los hallazgos, hablábamos de la técnica, de las influencias y del arte en general. Aquí todo era distinto, nos reuníamos para tomar licor y para hablar de temas muy diferentes al arte. Por ejemplo, no recuerdo haber visto jamás pintar a ninguno de los colegas de generación, ni siquiera a Ramírez Villamizar, quien era mi mejor amigo. En la plástica no había espíritu de agremiación. Los sábados nos reuníamos para beber en la Candelaria en casa de Luis Vicens, un escritor catalán. Recuerdo que García Márquez y yo éramos los más tímidos. También él se quejaba de cierta soledad, en verdad, de cien años de soledad... Tanto que al final terminábamos los dos hablando y contándonos historias de la infancia o inventándolas. Fumábamos ansiosamente y bebíamos Cuba Libre. Luego la dueña de la casa nos hacía cenar y nos despachaba.
CP: ¿Cuándo se inicia en la docencia?
AV: Esta fue una década de gran crecimiento para mí. Para entonces Ignacio Gómez Jaramillo, que era el padre de la escuela de muralismo en Colombia, fue mi maestro en la Universidad Nacional. Creo que fui el único alumno permanente que él tuvo en esa época. En el año 53 empecé a dictar clases. Ya para 1954 conocí a Martha Traba, que recién había llegado de Europa y nos hicimos grandes amigos. Yo le fui mostrando la obra de todos los artistas colombianos, porque tenía a mi cargo las llaves del depósito de la Galería El Callejón. Fue así como en los inicios de la televisión, Martha nos pidió a Alicia Tafur (con quien estaba yo comprometido) y a mí, que realizáramos el primer programa sobre arte que fue narrado por Martha, en la televisión en blanco y negro. Posteriormente en 1962 se fundó en Bogotá el Museo de Arte Moderno y ella fue su primera directora, cargo en el que estuvo hasta 1967, y en el que la sucedió Obregón.
Mi actividad como docente la ejercí del 58 al 64 en la Universidad de los Andes. Luego durante el 65 y 66 estuve en la Javeriana, y del 73 al 2000 pertenecí a la Universidad Nacional. En 1986 cuando se celebraba el centenario de la Escuela de Bellas Artes de Bogotá, fui nombrado como su director, lo que constituyó un gran honor para mí, porque yo era extranjero. En aquella época alcancé a formar buenos alumnos, entre quienes recuerdo a Luis Caballero, Beatriz González y Ana Mercedes Hoyos.
CP: Fue célebre la ruptura de su amistad con Martha Traba...
AV: Yo diría que fue desafortunada. En cierta ocasión que se convocaba a la Bienal de São Paulo, la propuse a ella como comisaria para que seleccionara a los artistas que serían invitados. Pero además de que yo la había recomendado, ella de manera despótica decidió eliminar mi nombre y el de muchos otros pintores; así que en la Bienal quedaron excluidos nombres imprescindibles. Yo denuncié la arbitrariedad y publiqué la carta original de invitación en El Espectador, y ella tuvo que retractarse. Al final fuimos todos al Brasil. Ella enfurecida se vino contra Ariza, contra mí y contra todo el mundo. Recuerdo incluso que le dije: «Martha, el arte queda y los críticos pasan», y ese fue el final de nuestra amistad.
CP: Algunos artistas de su generación fueron nombrados en una ocasión como los pintores Trabistas. ¿Quiénes eran?
AV: Todo se debe en realidad a una fotografía que salió en la revista Semana y donde por primera vez aparecimos en grupo. Allí estábamos: Botero, Grau, Ramírez Villamizar, Wiedeman, Obregón y yo. En realidad no fuimos un verdadero grupo porque cada cual estaba en sus propias búsquedas, pero a todos nos unía para entonces una buena confraternidad. De Obregón por ejemplo, que fue muy cercano a mí, recuerdo su generosidad. Era un ser integral. En una ocasión lo invitaron a una exposición y a última hora pintó el ya mencionado brazo de Cristo. Llegó muy afanado a buscarme al Callejón, porque yo tenía una cierta fama de alquimista y me dijo: «¿Armando, qué hago para secar rápido el oleo?» Le dije que no se preocupara, que yo me encargaría de eso. Hice rápidamente algunos tratamientos que conocía y al otro día el cuadro estaba en la exposición. Fue la primera obra de él que tuve en mis manos y esto me emocionó mucho. Se vendió por la alta suma de $70 y yo hubiera deseado comprarlo, pero mis ingresos no me lo permitían. Tiempo después él me obsequió un cuadro bellísimo y un gringo a quien le dictaba clases terminó hurtándome esa obra. Pero posteriormente ocurrió algo increíble: supe que la pintura fue donada por el gringo ladrón a un museo en Nueva York.
CP: ¿A qué pintores reconocidos del mundo conoció?
AV: Tuve la fortuna de conocer a Chagal. Mi encuentro con él sucedió en París cuando un amigo me invitó a una exposición. La muestra me pareció tan maravillosa que hasta llegué a pellizcar uno de los cuadros para traer un recuerdo del artista. Siempre he sido muy fetichista (aún guardo una caja afelpada con pequeños tesoros recogidos en las calles de mi infancia). Estábamos allí cuando de repente apareció una figura que nos llamó la atención por su pelo encrespado y sus ojos profundamente azules. Era precisamente Chagal. Mi amigo me presentó diciéndole que yo era un pintor suramericano y él se interesó, y fue muy cordial. Yo le dije que estaba enriqueciéndome con sus pinturas. Sonrió y me contestó: yo también he venido a aprender, porque una cosa es tener las obras en el taller y otra que estén expuestas en una galería. Se refirió a la mirada exterior que requiere el arte, a la necesaria aprobación del espectador, y al momento en que uno es el contemplador externo de su propia obra. Pues es allí, en los ojos del otro, donde el arte nace, donde se consuma, donde se universaliza.
CP: ¿Cómo ha sido su relación con los grandes iconos de la pintura latinoamericana: Tamayo, Szyszlo, Gua-yasamín, Toledo, Lam…?
AV: A Tamayo lo conocí en México en el año 77. Tuve la oportunidad de charlar con él y conocer la magnitud y la importancia de su obra. En él se funde toda la tradición precolombina, su trabajo matérico, su colorido y su folclor, que lo han consolidado como uno de los grandes maestros latinoamericanos. Por su parte Toledo, a quien ya había conocido en los años sesenta en París mientras estudiábamos grabado, es un gran heredero de la tradición de Tamayo. En cuanto a mis relaciones con Szyszlo y Gua-yasamín, siempre han sido de respeto y cordialidad, pues aunque Szyszlo era de tendencia derechista y Guayasamín de Izquierda, yo por ser apolítico me acoplé a esos diferentes afectos. La política comercia con lo más abyecto y efímero del ser humano, mientras que el arte pretende un matrimonio con lo sublime. Con Guayasamín sostuvimos una gran amistad. Él me visitaba siempre que venía a Colombia. Algún día hicimos un trueque de obras (una cabeza mía, por una de él), y ese intercambio de cabezas –suena divertido– nos unió mucho. En cierta ocasión en que yo no estaba en casa, vino a visitarme y con un marcador dejó una extensa y cariñosa dedicatoria en un muro. Sobra decir que nunca pintaré esa pared. Cuando venía a Bogotá y alguien le encargaba un cuadro, yo le prestaba bastidores y materiales.
CP: En su primera etapa en Colombia, coincidió también con otros artistas extranjeros, como Roda y Wiedemann... ¿esa condición de foráneos creó vínculos especiales entre ustedes?
AV: Sobre Roda tengo una anécdota muy extraña, pues recién él llegó a Colombia, alguien me dijo que estaba muy enfermo. El vivía por el barrio Palermo y fui a visitarlo llevándole un pollo. Todavía no sé por qué, pero le llevé un pollo. Uno a veces hace cosas imprevisibles. Años más tarde cuando se formó aquel grupo de artistas en la Facultad de los Andes, Roda, hizo algunas intrigas para excluir a varios colegas que no apreciaba. En aquellos momentos yo estaba en París por cuenta de la Universidad y cuando llegué de inmediato renuncié. Él fue nombrado director y quizá porque no era buen gestor esa facultad perdió su importancia. En cuanto a Wiedemann, que era un ser especial, muy refinado, recuerdo una anécdota que definiría su vida. Repetía con frecuencia que jamás haría abstractos, pero un día su esposa viendo el éxito comercial que tenía esa pintura en aquella época, lo obligó a hacer abstractos. A partir de allí, como se sabe, nunca fue el mismo...
CP: Hay un desatado colorido en sus abstractos y una lúdica casi infantil en toda su obra escultórica...
AV: Toda mi obra ha sido una permanente búsqueda del color original, del primer color, del único color, que en verdad es el blanco; pues en el rayo de luz están todos los colores. Es una experiencia casi mística, para la cual trabajo todos los días. En cuanto a la lúdica, que siempre me obsesiona, es el feliz hallazgo de aquello que permanece oculto en los pliegues de una memoria ancestral.
CP: ¿La historia de Armando Villegas es una regresión a las ancestrales culturas prehispánicas, asumiendo las vanguardias pictóricas del siglo XX, como el Cubismo y el Abstracto, cuando buscaron el arte de los orígenes?
AV: Cierto, creo haber sido en Latinoamérica el pionero de muchas búsquedas y hallazgos dentro de los infinitos universos de mis antepasados Incas. La recuperación del tocapu (palabra quechua que significa geometría), que utilizaban en la decoración de sus tejidos, y que fue fundamento de su sistema y de sus composiciones abstractas, ha estado latente a lo largo de mi obra, quizá desde los inicios mismos hasta las más recientes creaciones. Han existido sin embargo búsquedas similares como la del mexicano Rufino Tamayo, quien decidió también remontarse a sus raíces, sin perder el horizonte del arte llamado Occidental. El caso de Lam es distinto pues él buscó en el arte africano, y en cuanto a Szyszlo –de ascendencia polaca– se le critica mucho en el Perú, por bautizar en quechua sus abstractos; actitud que para algunos denota una impostación en su universo creativo. Aunque es un pintor muy culto –lo cual es extraño y admirable– existe algo marcadamente intelectual en la búsqueda de sus raíces Incas. Yo, en cambio, llevo eso muy adentro, en mi origen, nací en Pomabamba y además soy quechu-hablante. Por otra parte confieso que hay grandes artistas universales orientadores de mi obra, como el suizo Paul Klee, por ejemplo.
CP: Durante las últimas décadas el abstracto ha caído en la simple ornamentación y las instalaciones y manifestaciones conceptuales son ejercicios vanos, predecibles y fugaces, ¿cómo puede el arte recobrar su capacidad de asombro?
AV: Se ha llegado a un facilismo peligroso. No dudo que las innovaciones fundamentan nuevas percepciones, pero siempre hay que tener un profundo conocimiento de toda la historia de la pintura, del complejo universo por el que han transitado a lo largo de los siglos los verdaderos artistas. Ya va siendo tiempo de otro Renacimiento.
Villegas se levantó con agilidad. Nos invitó a su estudio con el propósito de que lo viéramos pintar. Tomó un pequeño cuadro que estaba en proceso y comenzó a explicarnos su técnica. Fue rayando la superficie pintada hasta que después de algunos minutos pudimos vislumbrar el rostro de un guerrero. Vimos la exactitud que demandaba su trabajo pictórico. Abstraído se entregó a su obra, sin reparar en nuestra presencia, seguro de su fértil soledad. Luego agregó:
AV: Como pueden apreciar yo pinto al contrario. Mis cuadros son como negativos, el proceso singular que utilizo potencia su luminosidad. En verdad es como pintar en un espejo. Aunque es muy dispendioso hacerlo, primero hago una mancha oscura y después voy levantando el color con cuchillas y espátulas. Es una operación quirúrgica, de la que depende su alto contraste. Es una técnica escultórica aplicada a la pintura, una fórmula de sustracción más que de adición, como cuando el tallador decide hallar la forma que duerme en lo profundo de la piedra o del mármol. Quizá soy íntimamente tan solo un escultor.
Supimos por las dilatadas pupilas de Martín que había anochecido. Armando Villegas había hecho una remembranza de más de medio siglo por sus raíces, desde aquella nebli-nosa mañana en que por primera vez llegó a Bogotá en busca de su sueño pictórico.
Entonces nos invitó a un recorrido por su obra, precedidos del ronroneo de su gato preferido. Entramos a las pluralidades de sus signos y enigmas. Con él iniciamos la peregrinación por sus formas geométricas. Conocimos los vínculos del la madera en sus esculturas, las sensibles alianzas de sus elementos reciclados, sus formas totémicas, esas fusiones de materia y espíritu que él ha decidido llamar una iconografía fantástica. Vimos sus seres de luz, sus tradicionales guerreros de los que asoman indistintamente serpientes aladas, duendes, pájaros, lagartos, y que parecen surgidos de una profunda oscuridad.
Contemplamos sus seres mitológicos, sus sagradas inscripciones Incas, sus lienzos donde gravitan vigías o soles lejanos. Nos asomamos a sus códigos esotéricos, a esos espacios que el artista transmuta para imprimir su sello original, a toda esa inmensa gama de su creación bautizada con ese secreto toque de una poética que hace parte integral de su vida.
La entrevista llegaba a su fin y mientras procedíamos a despedirnos ocurrió algo inesperado que todavía nos maravilla. Cuando nos preparábamos para abandonar su casa, advertimos que mudaban algunos objetos para otro recinto, y que unos cuadros de Wilfredo Lam, recostados en el inmenso portón, debían ser trasladados cuidadosamente. Corrimos prestos a ayudar en esa inolvidable operación, que permitiría contarle a nuestro amigos –para su asombro–, la suerte de haber cargado por algunos segundos las memoriosas pinturas de ese cubano universal.
Dejamos los Lam en el sitio elegido notando que Villegas sonreía por nuestra puerilidad. Su felino consentido –y quizá su interlocutor más perfecto– contemplaba la luna llena de febrero, y entonces sentimos las vibraciones luminosas del senderito de piedra que nos condujo a la salida.
Los perros ladraron cuando abrimos la gran puerta principal.

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