El peligro de lo imaginario (Fragmento)
Por Robert Mintz
Unas semanas antes de su muerte (ocurrida el 8 de noviembre de 1990), Lawrence Durrell desde su última morada en Sommières (Francia), concedió al periodista norteamericano Robert Mintz la presente entrevista, cedida exclusivamente para ser traducida y publicada por Común Presencia.
Lawrence Durrell nació en Julundur, India, en 1912 y nos legó dentro de su entrañable obra, algunos de los títulos que destacamos a continuación: Cuaderno Negro (1938), El laberinto Oscuro (1947), Sappho (1950), Poemas selectos (1960), El Cuarteto de Alejandría (Justine, Balthazar, Mountolive y Clea - finalizado en 1960), Poemas completos (1931-1974), Tune y Nunquam (1970) y El Quinteto de Avignon (Monsieur, Livia, Constance, Sebastian y Quinx - finalizado en 1980). Mantuvo una correspondencia crítica y duradera con Henry Miller publicada en 1980.
Creador de dos ciudades emblemáticas de la literatura del siglo XX: Alejandría y Avignon; el escritor inglés nos conduce a la fuente de su fuego vital, a la sabiduría esotérica que sustenta su obra y propone que la literatura debe estar siempre investida del peligro múltiple de lo imaginario.
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—Para Miller el arte era una forma de recobrar la inocencia. ¿Un escritor como usted para quien la literatura es una forma de la reflexión comparte esa sentencia?
—De hecho, cuando asumimos su ceremonial, su carácter de rito, cuando oficiamos en la palabra, hay una conciencia implícita franqueando todo umbral de la inocencia. Cruzarlo implica entonces adentrarnos en un tumulto de intenciones pre concebidas, aunque una vez adentro las mismas se desvanezcan para asumir el rumbo propio de los personajes; y el carácter de los mismos, puede contener múltiples variantes que han dejado ya de pertenecer al autor, al convertirse en creaciones fenomenológicas con espíritu propio, transmutándose en su continuo y polivalente fluir. Creando su espacio, puede aparecer el signo inocente que no dejaría de ser sino una instancia imaginante y por lo tanto temporal. Corresponde entonces al escritor, más no a la literatura, apartarse de esa inocencia y condenarse felizmente a asumir una conciencia de libertad creadora.
—Nietzsche dijo que es imposible mirar de frente a la verdad como al sol, ¿es posible aplicar esta misma relación cuando se trata de un personaje?
—La novela moderna muestra nuevos estadios de la psicología, los personajes se han vuelto prismáticos por lo cual tendríamos que observarlos desde muchos ojos simultáneos, es la metáfora de la perspectiva. Alejar el arte de nuestra propia intimidad, crear el espacio que otorgue movimiento y luz a los personajes, proveerlo incluso de una superficie que nos produzca extrañeza, es la misión del artista. Sobre este misterio de la escritura, sobre su cosecha de milagros, con la palabra itinerante tendiendo hacia un múltiple significado debemos enfrentarnos incesantemente. Los personajes poseen un ropero de rostros y el escritor debe estar atento para delatarlos. Finalmente, sólo puedo asegurarle que he velado con empeño lo que vine a contemplar.
—¿Alejandría y Avignon, presencias memorables, representan el latido mítico de Durrell?
—Soñamos lo que fue, lo que es, lo que esperamos que sea. Las ciudades, quizá como ningún otro espacio físico del hombre, entrañan la embriaguez transfigurada y mágica de nuestra dispersión interior. La inusitada transformación de los azares y atmósferas, nuestro devenir silencioso, incluso nuestra visión supraterrestre que mitifica la búsqueda de lo sublime, nace, en mi caso, de la más alta caída en las ciudades. Esa que somos, esa que contiene tanto de nosotros, es posible que confluya en la elegida, es decir en la mítica. ¿Cómo llegar a ella, o por lo menos cómo imaginar que existe si no la obsedemos entre el desgarramiento de un vuelo tembloroso escudriñando sus espacios y presencias? Entonces... sí. Es posible que Alejandría y Avignon sean en el deseo de mi espíritu ese conjuro misterioso. En ellas a través de El cuarteto y El quinteto, conjugué toda la incoherencia psíquica que entrañan las ciudades del hombre. Encontré las emanaciones de lo perdido y lo recuperado. La prolongación de nuestra extrañeza y estupor, esa summa de deshabitaciones e identidades que pueden resumirse con el asombro; el tránsito por lo desconocido donde se produce el encuentro abismal, lo representaron ellas. Alejandría como un fantasma evadido del tiempo, me asaltó siempre con sus alucinantes contrastes. Avignon, arraigada en mí con su enigmático y febril destello cátaro, me golpeó como una memoria ardiente. Ciudades conocidas y desconocidas (siempre cambiantes), las dos me abatieron con su compendio de voces cruzándose en idiomas diferentes. Nunca quise descifrar la ciudad que me poseía sino encarnarla, tatuarla en mis personajes. En síntesis, Alejandría y Avignon no sólo fueron el ritual que mitificó mi esencia, sino el roce de mis orígenes coexistiendo con el espíritu del lugar.
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