Eugenio Montejo: Entrevista

El tiempo no me habla de la muerte (Fragmento)
Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio realizaron la siguiente entrevista para el No. 12 de la revista Común Presencia



Nació en Caracas, Venezuela, el 19 de octubre de 1938 y falleció en su mismo país en la ciudad de Valencia el 5 de junio de 2008. En 1998 le fue otorgado el Premio Nacional de Literatura y en 2004 el Premio Internacional Octavio Paz de Poesía. Como parte de su carrera diplomática fue agregado cultural de la Embajada de Venezuela en Portugal. Entre sus libros sobresalen: Elegos (1967), Muerte y memoria (1972), Algunas palabras (1977), Terredad (1978), Trópico absoluto (1982), Alfabeto del mundo (1986), Adiós al siglo XX (1997), Partitura de la cigarra (1999), Papiros amorosos (2002) y Fábula del escriba (2006). De su obra ensayística evocamos La ventana oblicua (1974) y El taller blanco (1983), así como un volumen publicado en 1981 con el heterónimo de El cuaderno de Blas Coll.
La levedad del viaje, el renaciente deseo y la inmovilidad de la muerte, son nortes ineludibles por este extraordinario poeta venezolano.

Una mañana soleada nos citamos en la cafetería del Centro Rómulo Gallegos de Caracas, durante la semana de la Feria del Libro de 1998, después de haber compartido una copiosa y fértil correspondencia durante varios años. Fuimos al encuentro caminando por las calles retorcidas de la capital venezolana, observando los árboles centenarios y atormentados de las avenidas, esos que reparten las nubes y los pájaros. Al entrar buscamos a un hombre solitario de espesas cejas y de grandes lentes, que en virtud del amor —según lo revelara en uno de sus poemas más reconocidos— ya no tenía una muerte sino media, que le daba de beber a la estatua de Pessoa en las sedientas noches de Lisboa y que estuviera siempre obsesionado por esa herida luminosa que es el canto de los gallos. 
El whisky se convirtió desde aquella ocasión en nuestro «pastor de pensamientos» y nos guiaría durante tres horas por los territorios irrepetibles consignados en la entrevista abisal aquí impresa. Posteriormente durante una década se sucedieron nuevos y fecundos encuentros en tres países, cargados de extrañas confidencias sobre sus viajes, hasta que el 30 de noviembre de 2007 la fugitiva presencia nos tendiera su última emboscada en un hotel de Bogotá, cuando decidió invitarnos a beber unos tragos y a legarnos antes de partir sus más recientes publicaciones. 
Después de lo ocurrido, hoy por motivos evidentes es de significativa importancia revelar la dedicatoria que escribiera aquella noche Montejo para dos libros ofrendados: «A los amigos de Común Presencia, por el próximo encuentro». Esa simple frase no tendría una fuerza singular, de no ser porque el poeta falleció seis meses después víctima de la voracidad de un cáncer, que las dos obras contienen la misma dedicatoria y que además poseen sus personalísimos subrayados producto de las últimas lecturas y conversaciones efectuadas en Colombia, y además, lo cual provoca un misterioso estremecimiento, que uno de ellos publicado en nuestro país y titulado Los ausentes, aparece con las siguientes estrofas resaltadas:

«Viajan conmigo mis amigos muertos.
A donde llego van por todas partes,
apresurados me siguen, me preceden...

Un instante de nuevo me reúno con ellos,
conversando otra vez esta tarde, tan tarde,
en un café de ruidos urbanos, suburbanos...
Cada cual con un whisky sin hielo o con hielo..» 

¿Y qué podemos agregar ahora, Eugenio, a tu poema, que no sea, con hielo, como tú lo hacías y lo hiciste aquella noche, con el hielo de la muerte?

***
—No quiero volver a ser jurado, tantas veces se termina siendo injusto... Piensen en lo que hicieron los suecos: todos los años tratando de no darle el Nobel a Borges. Y al parecer en ese complot participaron también los españoles: al único escritor sin par en trescientos años le pusieron un par en el Cervantes... —confesó categóricamente Montejo, como preámbulo a la siguiente entrevista, ese día canicular que nos encontramos en Caracas, avergonzado por su recurrente labor como jurado en diversos concursos hispanoamericanos.  
Evocó después a Ramos Rosa quien fumaba con angustia en su Lisboa, la bella ciudad a la que hay que llegar siempre en barco, y a Álvaro Mutis —quien le comentó—: «En la cárcel se aprende que una mentira no sirve para nada». 
El tiempo redondo, la lámpara de la memoria, la imagen del río como un relámpago horizontal, la muerte como una cazadora inmóvil, el poema como la necesaria cantidad de dios que deben tener todos hombres, son horizontes transitados por este reconocido escritor siempre próximo a la palabra de las revelaciones.

—¿La afirmación de Dylan Thomas: «Vi al tiempo asesinarme», es lo dilucidado en gran parte de su obra?
—El sentimiento del tiempo tiene ciertamente mucho que ver con lo que he tratado de hacer en poesía. La expresión de Dylan Thomas que ustedes citan me parece bastante eficaz pero, aunque pienso que mana de la misma angustiosa fuente, no corresponde con mi temperamento. No creo que veamos al tiempo asesinarnos porque, como dice mi heterónimo Tomás Linden, poeta discípulo de Blas Coll, el tiempo parece valerse de un hacha de seda, algo que en verdad sin cesar nos hiere, pero siempre lo hace inadvertidamente. Vemos, sí, o creemos ver, su huida presurosa, su fugitividad, que es tema por demás antiguo. El Conde de Villamediana llama al tiempo el padre volador, una expresión afín a esta idea. Por lo demás, en uno mismo se manifiesta de manera distinta el sentimiento del tiempo con el paso de los años. En mis primeros versos, por ejemplo, escribí una vez: El tiempo es redondo y atormenta. En un poema de hace pocos años, en cambio, he anotado: El tiempo no me habla de la muerte / en esa ciudad ya no vivimos. Y allí mismo añado más adelante: he aprendido mucho del gorrión que en la mañana me despierta. En fin, creo que la edad nos enseña a ser un tanto más cordiales con nosotros mismos y a mirar el presente con mayor atención, a detenernos en el hoy de nuestra cotidiana posibilidad. Hoy es siempre todavía, / ayer es nunca jamás, escribió Antonio Machado.

—¿Cree que la memoria —como en Proust— es todo el cúmulo de lo perdido que tratamos en vano de recuperar con el poema?
—Creo que la memoria se encuentra ligada a la materia, me atrevería a decir que a toda en general, no sólo a la materia viviente. Diría que la acompaña como otra sombra, tan inseparable como definitiva. Ahora bien, el poema trata de recuperar quizá no todo el cúmulo de lo perdido, sino algo concreto, algo que nos define una necesidad afectiva tan determinante como para no consolarnos con su ausencia. No digo que puede conseguirlo a todo trance, sino solamente que trata de recuperarlo, porque no siempre resulta fácil. Los años se nos van en aprender a pasar de la orilla de la palabra a la orilla de la memoria, es decir, aprendiendo a llevar a buen término este viaje sentimental. No siempre se logra, como ya he dicho, tampoco depende del intelecto ni de la voluntad; cuando es auténtico, no tiene nada de predecible.
Los modos de relacionarse con el uso de la memoria en el poema, por lo demás, no son iguales, sino que varían de un autor a otro. En Cavafys, por ejemplo, la memoria es como una lámpara siempre encendida que propaga una luz aterciopelada y melancólica. Es otra la luz del recuerdo en Ungaretti, en Saba, en cuyas obras la implicación del yo aparece más velada. En Pessoa son varias las maneras, según el heterónimo: no es igual la evocación del whitmaniano Álvaro de Campos que la del maestro Caeiro, quien parece detenerse más en el presente. (...)


(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010

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© Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo