Grandes Entrevistas


La revista cultural Común Presencia ha realizado una treintena de entrevistas a importantes escritores y artistas plásticos de nuestro tiempo entre quienes se encuentran: E.M. Cioran, Ernesto Sábato, Octavio Paz, José Saramago, Lawrence Durrell, Mario Vargas Llosa, Juan Goytisolo, António Ramos Rosa, Jean Baudrillard, André Chedid, Juan García Ponce, Roberto Juarroz, Carlos Fuentes, Hans M. Enzenseberger, Roberto Matta, Fernando de Szyszlo, Eugenio Montejo, Olga Orozco, Omar Rayo, Oswaldo Guayasamín, Edgar Negret, Fernando del Paso, Casimiro de Brito, Armando Villegas, Leonel Góngora, Ángel Loochkartt, Antonio Gamoneda... Creadores universales que se fueron constituyendo en colaboradores de esta publicación.


Fundación Común Presencia
Cra. 10 No. 65 – 77 Piso 4
Tels: 571- 255 04 78, 346 5677
Bogotá, Colombia
comunpresencia@yahoo.com

Director: Gonzalo Márquez Cristo
http://gonzalomarquezcristo.blogspot.com/

Coordinadora Editorial: Amparo Osorio

Asesores Editoriales: José Chalarca y Antonio Correa Losada


Grandes entrevistas de Común Presencia


E.M. Cioran, Octavio Paz, Roberto Juarroz, Jean Baudrillard, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, António Ramos Rosa, Eugenio Montejo, Juan Goytisolo, Olga Orozco, Jorge Luis Borges, Lawrence Durrell, Roger Munier, Carlos Fuentes, Casimiro de Brito, Mario Vargas Llosa, Bernard Noël, Fernando del Paso, Alfredo Silva Estrada, Álvaro Mutis, Franco Volpi, Hans Magnus Enzensberger, Ernesto Sabato, Antonio Gamoneda y José Saramago.
* * *
En este tomo de la Colección Los Conjurados, se reúnen por primera vez las legendarias entrevistas realizadas durante veinte años por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio, para la publicación colombiana Común Presencia, varias de las cuales se han reproducido en importantes medios de diversos países e idiomas debido a la magnitud planetaria de los personajes asediados.
Es fundamental para el público hispanoamericano poder acceder al fin a esta compilación de documentos de gran factura filosófica, lúdica y estética, que son para muchos seguidores de estos acontecimientos verbales, un estremecedor legado de nuestro tiempo: la herencia de una secta de grandes creadores (Cioran, Saramago, Baudrillard, Paz, Goytisolo…), que nos entregan aquí lo más radical y sublime de sus reflexiones y de su experiencia vital, gracias a la deslumbrante conducción inquisitiva de los autores.
Por su bella intensidad y hondura —es oportuno enfatizarlo—, estamos ante una selección de piezas maestras del periodismo, pero además ante una forma singular de ejercer esta disciplina orientada a captar las obsesiones y el pensamiento de las más trascendentales figuras de la cultura universal. Los conjuro entonces al deleitoso reino de la entrevista ulterior.
Robert Mintz


LOS AUTORES
GONZALO MÁRQUEZ CRISTO. Poeta, narrador, ensayista y editor. Nació en Bogotá, Colombia, en 1963. Autor de: Apocalipsis de la rosa (Poesía, Hojas Sueltas, Bogotá, 1988); la novela Ritual de títeres (ganadora de Beca Colcultura, Tiempos Modernos, 1992); El Tempestario y otros relatos (Común Presencia Editores, Bogotá, 1998); La palabra liberada (Poesía, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2001) y Oscuro Nacimiento (Poesía, Colección Los Conjurados, Mención concurso nacional José Manuel Arango, 2005). Además ha publicado las antologías Liberación del origen (Universidad Nacional de Colombia, 2003) y El legado del fuego (Caza de Libros, Ibagué, 2010). 
En 1989 participó en la fundación de la revista cultural Común Presencia (reconocida con Beca Colcultura a mejor publicación cultural del país, 1992), de la cual es su director. Es creador y coordinador de la colección de literatura Los Conjurados. Es Fundador y asesor periodístico del semanario virtual Con-Fabulación, que actualmente cuenta con 80.000 suscriptores. Varios de sus poemas y relatos han sido traducidos al inglés, alemán, francés, árabe, italiano, portugués, japonés y braille; y figuran en 29 antologías. Es co-director del Día Mundial de la Poesía (versión Colombia) instituido por la Unesco.
Obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Maurice Blanchot (2007) con su trabajo «La Pregunta del Origen» y el «Premio Literaturas del Bicentenario» (2010), del Ministerio de Cultura, con el libro Grandes entrevistas de Común Presencia.

Amparo Osorio. Poeta, narradora y ensayista. Ha publicado los libros: Huracanes de sueños (Poesía, Ediciones La Catedral, Bogotá, 1983); Gota ebria (Poesía, Ediciones Embalaje, Roldanillo, 1987); Territorio de máscaras (Poesía, Hojas Sueltas, Bogotá, 1990); La casa leída (Antología de autores universales sobre el tema de la casa, Común Presencia Editores, Bogotá, 1996); Migración de la ceniza (Poesía, Cooperativa Editorial Magisterio, Bogotá, 1998); Omar Rayo, Geometría iluminada (Entrevista, coautora, Ediciones Embalaje, Roldanillo Valle, 2001); Antología esencial (Poesía, Colección Los Conjurados, Bogotá, 2001); Memoria absuelta (Poesía, Colección Viernes de poesía, Universidad Nacional, Bogotá, 2004); Memoria absuelta (Centro Cultural de España, Lustra-Editores, Lima, Perú, 2008); Estación profética (Antología personal, Caza de Libros, Ibagué, Colombia, 2010).
Es Editora General de la Revista Literaria Común Presencia y codirectora de la colección Internacional de literatura Los Conjurados. Varios de sus poemas han sido traducidos al inglés, árabe, francés, italiano, portugués, húngaro, alemán, rumano, ruso y sueco. Es co-fundadora y asesora periodística del semanario virtual Con-Fabulación. 
Obtuvo la primera Mención del concurso Plural de México (1989), la beca nacional de poesía del Ministerio de Cultura (1994) y el «Premio Literaturas del Bicentenario» (2010), con el libro Grandes entrevistas de Común Presencia.





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Bernard Noël - Entrevista

Gonzalo Márquez Cristo entrevistó al gran poeta francés Bernard Noël para el No. 20 de la revista Común Presencia
La sombra de mi doble (fragmento)

—Cuando usted comenzó a escribir el horizonte literario francés estaba poblado por el Surrealismo; ¿qué piensa de este movimiento neorromántico? ¿De sus prácticas delirantes como la “escritura automática” y de su intento por convertir el escándalo en ética?
—El lugar que ocupa hoy en día el Surrealismo erige una ilusión histórica que lleva a creer que ha habitado este lugar desde siempre. En realidad, en la década del cincuenta, era el Existencialismo el que comandaba el horizonte creativo, de suerte que la literatura comprometida, la política y la filosofía estaban mucho más presentes que la poesía. En esta época y hasta la muerte de Breton (1966), el grupo surrealista sigue existiendo: organiza exposiciones, publica revistas, da declaraciones, pero este nuevo grupo no recupera en ningún campo la antigua vivacidad. Explota un fondo y carece de grandes talentos… En mis comienzos, fui seducido por la promesa que traía la “escritura automática” de revelarnos el funcionamiento real del pensamiento; luego me decepcioné al descubrir que esta técnica había sido abandonada pronto. De esta promesa incumplida conservé el sentimiento de una traición, de manera que Breton me pareció un falsario que había escogido la literatura contra la Revelación. Sé muy bien que toda obra de escritura está condenada bien a desaparecer, bien a ser recuperada en nombre de la literatura, pero la poesía mantiene vivo en ella un principio de resistencia a este fenómeno, y lo reanima sin cesar a través de su lectura y su práctica. Finalmente, el Surrealismo debe su irradiación duradera al hecho de haberse convertido en el representante de esta resistencia, incluyendo allí su concepción de la vida ordinaria, y a que así se opone al reino de la mercancía y del consumo al cual se reduce nuestro mundo. Allí está su verdadero escándalo: un escándalo liberador que, efectivamente, puede jugar el papel de una ética.


—Si verdaderamente Artaud escribía con las entrañas, era un traductor de su cuerpo… ¿Cuál relación encuentra entre la escritura del vertiginoso huésped de Rodez y la de Nietzsche?
—Artaud sufrió mucho con su internamiento, porque el asilo —ahora calificado de “psiquiátrico”— era en ese entonces, al menos como consecuencia de la ocupación alemana, un moridero donde la desaparición de los alienados estaba más o menos programada. Lo salvó su traslado a Rodez, organizado por Robert Desnos, pero en Rodez sufrió varias series de electrochoques que, destinados a curarlo, lo destruyeron físicamente. A partir de 1944, Artaud emprende la reconquista del dominio de su “ser” por la escritura y, durante los tres años que le quedaban de vida, llena centenares de cuadernos. Lo que es único en esas miles de páginas es que recogen la huella directa de un cuerpo en proceso de pensarse y, por este medio, de reconstruirse… La relación con Nietzsche puede concebirse desde el momento en que se señala la metamorfosis del filósofo en poeta entre El nacimiento de la tragedia y Ecce Homo. Nietzsche escribe primero en el lenguaje de los filósofos, luego se da cuenta de que el Otro a quien se dirige es aquel por boca del cual le gustaría hablar. Este deslizamiento hacia el “Tú” lo lleva a convertirse en el Dionisos de quien se había creído el intérprete. De esta forma, Nietzsche opera por y en la escritura una reconstrucción de sí mismo paralela a la de Artaud.


—Los surrealistas que “sólo jugaban al gran juego”, los atormentados como Lecomte, Daumal y posteriormente Duprey, ¿qué opinión le merecen? Especialmente éste último, con el cual comparte un profundo diálogo con su “doble”?
—El Gran Juego es el nombre de una revista cuyos tres números aparecieron en 1928 y 1929; es también el nombre de un grupo, del cual los principales animadores fueron René Daumal y Roger Gilbert-Lecomte. En la circular que anuncia la revista, se puede leer: «Se trata ante todo de hacer desesperar a los hombres de sí mismos y de la sociedad. De esta masacre de esperanzas nacerá una Esperanza sangrante y sin piedad: ser eterno por rechazo de querer durar. Nuestros descubrimientos son los del estallido y la disolución de todo lo que está organizado…» El surrealismo, por no haber logrado seducir a El Gran Juego, hizo lo posible por marginarlo. Lo que los separaba radicalmente es la conciencia en los miembros del grupo de que los dados están siempre amañados, de tal forma que toda actividad no puede resultar, en el mejor de los casos, sino en un éxito ilusorio. Lo esencial es pues practicar lo ilusorio sin ilusión… Jean-Pierre Duprey no pertenece a la misma generación: nacido (como yo) en 1930, se suicida en 1959. Su destino es ejemplar porque va hasta el límite de una situación que, en los quince años que siguieron a la guerra, nos parecía desesperada por carecer de sentido como resultado del descubrimiento de los campos de exterminio, de los daños del colonialismo, de los crímenes de Stalin, de la mala jugada hecha a los palestinos… Duprey es la encarnación trágica de la condición a la que fue reducida su generación: representa el “Doble” con quien se continúa un diálogo o se exorciza el deseo de desaparecer. La enfermedad de la muerte no está sin embargo nunca curada: cuando vuelve a ser consciente, su sombra fría espanta esta ilusión. (...)




(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia.

Gastón Bettelli: Entrevista

Los divinos demonios de Gastón Bettelli

Es, junto a Umberto Giangrandi, uno de los sugerentes y altivos pintores italianos afincados en Colombia. Elogiado por Obregón, ex-publicista estrella, participante en numerosos libros como El espíritu erótico, Almanaque J Vera Estudio de México, Art Directions Playboy USA, antiguo viajero y catedrático de la Universidad de los Andes, ahora completamente entregado a su universo creativo, tiene numerosas exposiciones en Colombia, Italia, Estados Unidos y Ecuador. Estudió en la academia de Bellas Artes de Roma y obtuvo importantes distinciones entre las que se cuentan el Premio Jóvenes Esso (1964), el Salón Regional de la Universidad del Valle y un Segundo Premio en el Salón Nacional de Artistas (1970). Aquí desnuda su palabra y su pintura.

Dentro de seis meses, ya sin melancolía, Gastón Bettelli, un pintor italiano “nacido en Colombia”, asistirá a una nueva interrupción de su felicidad. La vida, que le ha demostrado su condición de majestuosa talladora o encantadora de serpientes venerables, le negará la espléndida visión de Bogotá, nuestra querida celestina de cemento, nuestra confusa, adorable e imprescindible zorra. En la parte posterior de su edificio, al norte de Bogotá, obreros impetuosos e ingenieros histriónicos levantarán dos torres de apartamentos, donde vendrán a vivir los más nuevos, taciturnos e imprevisibles inquilinos. Esas dos edificaciones perfectas e infernales taponarán, hasta nuevo desorden, la visión de la ciudad, y sin saberlo, pondrán coto dramático a las ensoñaciones de mi entrevistado. Él lo define con la severa y trágica percepción del gran humor:

–Espero que este sea mi último coito interrumpido… Pero si no fuera por el “Coitus interruptus”, por la bondad del desabrazo, por la sabiduría de los finales, y si no fuera por la plenitud negada, el arte, motor y sentido de la vida, secreto entramado del espíritu, sería completamente innecesario y tal vez yo ni siquiera habría sido pintor –se consuela Bettelli intentando, atenuar de paso mi desasosiego.
Y me cuenta que compró este apartamento en donde estamos hablando de pintura, de mujeres y fantasmas, no tanto para poseer sus habitaciones, alguna de ellas propicia para deshacer el amor, ni por su cocina que llama a graves confesiones, ni por el edificio de ladrillo petulante. Ni siquiera por el estudio donde fatiga su imaginación y corporiza los fantasmas del pasado, vivaces como sus chamanes, sus bellas damas que flirtean con el goloso Eros visual de los espectadores, sus retratos inspirados en la figura legendaria, atronadora y semi-salvaje de Alejandro Obregón y sus acongojantes y peripatéticos Rembrandt inmersos en esa luz melancólica y sublime que persiguió y fundó el magnífico holandés. En realidad lo que estaba comprando era el balcón desde donde, durante los últimos años de su vida ha mirado, como cualquier devoto y agradecido onanista metafísico, a Bogotá, su querida de cemento, su ramera venerable.
–La modernidad me negará esa visión reconfortante sin siquiera presentar disculpas… yo no puedo demandar al desarrollo porque obstruye mis recuerdos, ni porque colapsa mi imaginación, al poner frente a mis ojos esas osamentas detestables. Es una tentativa de amputarme la belleza… Del paisaje ya no me quedará sino un fragmento: Es un coitos interruptus, lo repito… y que conste que el destino me ha deparado varios y que a todos los amo cuando logro el milagro de convertirlos en arte.
Yo le pido entonces que levantemos entre ambos, como una pequeña, soterrada, tal vez viscosa y seguramente insignificante revancha, un edificio ideal hecho de palabra, de guiños, de suspiros perdidos y resucitados… un edificio levantado, como su pintura, con el cemento inderrotable del deseo.
Módena en el corazón…
–Hablaré de la Módena que no conocen los geógrafos –me dice Bettelli, invocando la ciudad italiana donde nació hace 71 años. Se sienta y empieza a contarme parte de su historia, porque “todo reportaje que se realice a un pintor debe contar una historia, llevar unos datos, pasar por la registraduría de la costumbre, acomodarse a los caprichos de la casa mental, para buscar el origen, el manantial, la génesis de sus creaciones.
–Yo nací pintando… La verdadera pintura siempre es imaginaria, el verdadero Goya es el que constituyen los cuadros que no llegó a pintar… Recuerdo la anécdota de Jorge Larco que terminó siendo un poema de su amigo Borges. El artista había prometido una tela al poeta argentino, pero murió sin regalársela. Y Borges supo que en esa ausencia se abrigaban todos los cuadros posibles. Por eso, después de afirmar que “Sólo los dioses pueden prometer porque son inmortales”, corrige y nos cuenta que “también los hombres deben prometer porque en la promesa hay algo de inmortalidad”. El verdadero color no lo tienen los pinceles. Por ejemplo, ¿con qué color podría yo pintar el rostro de mi madre? ¿Con que color evocar la tempestad sin nombre del fascismo?
Y llegamos a Módena: Es el tiempo maravilloso en que todos los muertos están vivos. Bettelli ahora es apenas un niño con semblante de sonámbulo, arrastrado con furor por una madre decidida, definitiva, intemporal. La imagen de la madre que necesitan los desesperanzados y los huérfanos. Y el olor de la vida es el olor del majestuoso y penetrante vinagre de la región, néctar propicio para aderezar cualquier alimento y cuyo aroma embriagante produce las más proustianas de las asociaciones. Pero también estaba, recuerda Betelli, el sabor del queso y de la leche de las cabras, y el sabor del vino rojo, tempestuoso y adorable, y la melodía futurista de los motores de los autos Ferraris que allí se fabrican todos los días y a todas horas, de manera que los habitantes los ven pasar sin siquiera voltear a mirarlos, y sin saber que en el resto del mundo son una rareza magnífica.
–Esos ingredientes fundaban un Tiempo edénico –dice Bettelli–: entonces, el único recuerdo importante eran los sucesos acaecidos durante la mañana y no se necesitaban los relojes para que funcionara el tiempo, y el tiempo se medía en citas románticas, jornadas benévolas, cosechas generosas; era una vida medida con el reloj interno, con el cronómetro subjetivo, existencia de reiterados éxtasis domésticos y pecados venerables. Todo –me dice– era humilde y endiosado como la gran música. Pero se trataba de una eternidad efímera, tan frágil como las mariposas.
–Yo era hijo único y de esa vulnerabilidad no puede curarse nadie. Se trata de un santo y seña que llevarás hasta el final como un estigma. Y qué decir de la orfandad de un hijo único… es una orfandad redoblada. Una noche horrible mi madre dejó de respirar, de manera prematura: fue una tragedia. Aquella desaparición de lo visible fue la aparición de lo invisible, el primero y el más sísmico de mis aguaceros interiores.
–Y una tarde, pisando nuestra sombra apareció la historia. Creo recordar su advenimiento, el minuto en que se dibujó su silueta manchando y contaminando el horizonte… La historia llegó a Módena vestida de troperos de camisas negras, cabezas rapadas, dientes afilados, disfrazada de filosofía colérica y de proyecto altisonante. Esos dos hechos –la desaparición de la ternura y la aparición de la prosaica gesta del Ducce– me habrían de alejar del paraíso, pero curiosamente habrían de aproximarme al arte y la pintura.
–¿Qué dolió más, Bettelli –le pregunto–, la muerte de la madre o el fascismo...?
–Lo que pasa es que la vida de un huérfano siempre está regida por una oscuridad brutal, un plisarse al dictamen de lo insensato y lo inquisitorial, y esa es, precisamente, la amargura que instaura el fascismo… cuando murió mi madre comprendí, como comprenden los hermosos solitarios y los hombres insulares, que aunque luchara en alguna medida había sufrido una derrota indeleble… y, como siempre, era materia disponible de los gritos, de las imprecaciones : Era otro silenciado del fascismo, y ese sistema ilógico y sado-masoquista.
–¿Qué es el fascismo y cómo olvidarlo…?
–¿Cómo olvidar el fascismo cuando se ha vivido tantos años en Colombia? Son muchas las cosas, los detalles y las figuras públicas, a veces latentes y en ocasiones manifiestas, que en este país rememoran y homenajean esos años de perros, esa estupidez fulminante.
–Sí, nací en Italia pero no soy italiano… nadie en realidad es italiano. A veces fantaseo con que los italianos no existen… Son una invención del cine y de la opera… de día se parecen a los personajes de De Sicca y Bertolucci y de noche a los personajes de Fellini… Además están imbuidos de teatralidad, de exageradas muecas…. Todos pertenecemos a una gran opera buffa… Para comprobar el histrionismo del italiano basta recordar las depravadas puestas en escena de Nerón, y las tonterías vodebilescas de Berlusconi.
Gastón Bettelli se marchó de Módena como los provincianos de las primeras cintas de Fellini –Los inútiles, La Strada, El Jeque blanco o Almas sin conciencia– se enrumbó tras el esplendor ambivalente de las grandes ciudades. Dice que, hastiado de soñar en las noches laboriosos avernos, de sentir en la garganta la parte amarga de su italianidad se fue a los Estados Unidos, llevando como su presea más importante una frasco de vinagre y sus bocetos pictóricos que empezaban a ser copiosos y donde ya aparecían, en puntillas, casi traslúcidos, los elementos de su mundo artístico: Los colores que parecen desafiar a la pupila, las mujeres evanescentes y sagradas, los ojos alucinantes y abigarrados de seres más humanos que los humanos, y perpetuamente tocados por una sacralidad anterior a todas las reformas.
–Allí estaba yo, el huérfano de Módena, lejos de los Ferrari y el vinagre, con la vaga idea de pintar cuadros y de ganarme la vida como fuera. Desde entonces me dedicó a la publicidad. Imagínate: Yo –afirma, ahora risueño–, librepensador, un poquito anarquista, cliente del terror monástico de los confesionarios, en el país de Whitman. Allí fui muy feliz… y desde entonces defiendo a esa sociedad y la considero graciosa, altiva, llena de sentido del humor, picaresca, erótica y coqueta como las bellas películas que hacía Hollywood en los años cincuentas. Yo caminando por Nueva York, Los Ángeles, Chicago, serpeteando por la gran nación del optimismo.
Gastón pronto era uno de los más renombrados publicistas de Chicago, y tinturaba esa actividad con todos los matices hurtándole muchos de sus ingredientes al arte. Fue allí donde concibió una serie de campañas rotundas que lo convertirían en una estrella, un ilustre Shakespeare de supermercado, amansando el inconsciente colectivo, creando deseos, domeñando ilusiones.
–Yo defiendo ese oficio, al que usted considera un vasallaje… La publicidad hurta todas las artes, viola todos los preceptos rígidos… Es como la artesanía, un homenaje a la transitoriedad humana. Nos enseña a vivir gastándonos y de esa forma nos enseña a morir también.
–Entonces se dibujaron en el horizonte dos nuevas, nutricias pasiones, que serían el germen de su destino, y ahora contaminan sus tardes con el sabor ambiguo de la saudade: su esposa norteamericana y Colombia.
A ella, Adrienne Gibson, prestigiosa e inquietante arquitecta de la Bauhaus de Chicago la conocí como una herencia de la publicidad pero en realidad fue el motor secreto, la sonámbula y la sacerdotiza de todos mis cuadros. Mis pupilas al verla aparecer se llenaron de colores y mis manos se hicieron liebres risueñas prestas a producir belleza. La aprendí a amar una noche eternal al ritmo del Dry-Martini, y la seguí amando hasta su muerte, y, por supuesto, más allá de su cita con la decrépita insaciable. Soy demasiado convencional para tener aventuras galantes o perfomances eróticos, de manera que ahora el único remplazo que encuentro al amor de mi mujer es el amor de mi hija, prolongado en la candidez adorable de una nieta. Para los Casanovas la artera sensualidad, a los demás nos toca conformarnos con el amor.
Ya casado para toda la vida, Gastón Bettelli se enrumbó hacia Colombia, donde llegó precedido de una temible fama de publicista hiper-sensorial pero arrogante. Y en este país se encontró con las figuras más significativas que operaban en su corpus anímico.
–Eran los primeros años de la década del sesenta –dice Bettelli moviendo las manos como dos arpones que se lanzan al mar de los recuerdos–. Por todas partes había un penetrante aroma de imaginación, de rebeldía, de endiosada sensualidad: nuestros duendes puntuales eran poetas como John Ashbery, filósofos como Marcuse, rebeldes como los Panteras Negras, sublimes guerreros como el Che… el arte, la publicidad, la moda, la literatura y, por supuesto, la pintura, eran la respuesta al prolongado bostezo y la abulia infinita... De las figuras que conocí en Colombia las que más recuerdo, por el influjo capital que ejercieron sobre mi conciencia, y porque me emplazaban siempre a dejar la publicidad, a la que tildaban de casa de citas banales, fueron Marta Traba –la papisa del arte moderno colombiano– y Alejandro Obregón, ese pintor dueño de una fuerza vital ciclópea que le inoculaba a sus cuadros, y que una vez dijo: “yo al único al que le tengo miedo es a Gastón Bettelli”.
Así, mientras fungía como hacedor de naderías, Gastón Betelli se dio a la pintura, al principio como un juego, solo robándole unas horas a la jornada febril. Así fueron apareciendo sus cuadros y su nombre se repitió en los salones y los tertuliaderos de intelectuales… Había nacido el otro Betelli, ya ajeno de la bacanal publicitaria. Él insiste en hablar con cariño de ese oficio, tal vez porque entonces no era tan rapaz como ahora, al punto de que muchos de los que trabajaron con él terminarían huyendo hacia los planetas de la palabra esencial: trabajó, por ejemplo, con el incesante William Ospina, con el gran publicista Carlos Duque y con el director y dramaturgo Santiago García.
–Pero yo no hablo de pintura… yo padezco la pintura. Soy del otro lado, y creo que, como en el cuento fantástico, a medida que uno pinta va desapareciendo, haciéndose irreal, notándole a la existencia su lado de voluta, de fragilidad errante, de endriago y quimera. Hoy por hoy no sabría cómo afrontar el universo si no pudiera pintar. Ya pertenezco al mundo de los colores, soy otra ficción, un personaje escondido en algún desván o pasillo de mis telas.
Gastón Bettelli ya no viaja mucho. Apenas una que otra vez y activado por el cariño de su hija y su nieta que viven en los Estados Unidos. Entonces se dedica del todo a sus series de pinturas, algunas de las cuales han sido adquiridas y expuestas en míticos museos y galerías. Entre esas series se instalan con facilidad en cualquier memoria sus chamanes de ojos alucinados y siempre abscontos, bellamente dramáticos, distantes como los viajeros del yagé o el ácido lisérgico; sus “Mujercitas” encantadoras o fatales, dejando siempre la sensación de que saben teatralizar y sacralizar su totémica presencia e interrogar al deseado cuerpo contrincante; y, la más querida de sus series: “Los Rembrandt”, lunáticos, geniales, sus alter ego y, según confiesa, la compañía más arrogante que tienen sus atardeceres.
–Ellos endulzan mis rutinas. No es una ficción… los fantasmas de Rembrandt viven en mi casa… deambulan de manera familiar por estos cuartos, me prestan atención cuando les hablo o les bromeo. Juntos recordamos nuestras vidas efímeras donde lo único que quedarán son los reflejos. A veces, incluso, me han hablado de fugarnos, buscar otras rutas, reemprender el viaje…
Entonces le pregunto si no serán los martilleos feroces en el vecindario los que le hacen acariciar la posibilidad de la fuga. El anhelo de una mutación radical y una cambio absoluto en los climas de la vida…
El camino que va a Roma es, como lo saben incluso los neófitos, una invención del arte –afirma Bettelli, muy despacio, críptico, sensual y complacido, como si estuviera a punto de narrar una mentira más consoladora que la existencia de Dios, y entonces entramos en la zona sagrada de su arte, el ámbito que explica y da coherencia a todas las historias, ahora difusas, de su biografía sensible.

El rito perpetuo
–A las mujeres les gusta tener un hombre que les perpetúe la juventud… por eso las más traviesas cuando están jóvenes se casan con banqueros y cuando están viejas le encuentran el sabor a los poetas –postula Gastón Bettelli mirando algunas de sus mujercitas adorables.
–Parafraseando una abyecta boutade popular yo digo: Preguntar qué fue primero entre el arte y la belleza es como preguntar qué fue primero entre el huevo y la gallina... El arte y la belleza trabajan en llave, odian las mismas puertas, bostezan ante los domingos y son la hipérbole de la ingravidez, del milagro inveterado y de lo irresponsable.
–Bettelli –le pregunto sintiéndome feliz con el resultado de nuestro laborioso experimento mayéutico– ¿qué le han aportado sus demonios?
Él lo piensa por un minuto en el que parece escucharse el tic tac de todos los relojes, y siento la tibia cercanía del pintor holandés que se ha convertido en su compañero sublime… es un minuto de gran solemnidad, imbuido de latencias y extraños sentimientos, como el que le acontece a un personaje de Ingmar Bergman en La hora del lobo…
Y entonces contesta:
–Todo se lo adeudo a mis demonios: Mi extraña pintura… mi extraña forma de amar… mi extraña forma de sufrir, el extraño manantial de donde me brotan las creaciones… y, por supuesto, mi extraña pureza...

Franco Volpi: Entrevista

Gonzalo Márquez Cristo entrevistó al filósofo italiano para el No. 19 de la revista Común Presencia

Es el desierto que avanza (Fragmento)

—Usted fue galardonado con el Premio Nietzsche y además fue recientemente elegido para celebrar en el lago de Silvaplana —tan caro al genial filósofo alemán— el deslumbrante acontecimiento de la filosofía conocido como el Eterno Retorno de lo Mismo…
—Nietzsche es un escritor y pensador sin par. No sólo por la calidad estética y la profundidad teórica de su obra, sino porque registró, como un sismógrafo sensible, las convulsiones de nuestra época. La crisis de los valores, el agotamiento de los ideales de la tradición vetero-europea y la «muerte de Dios». La búsqueda de nuevos recursos simbólicos y otros fenómenos culturales, encuentran en sus escritos un primer análisis. Por eso Nietzsche ha proyectado su sombra sobre la cultura contemporánea y no ha dejado de atormentar la auto-comprensión de nuestro tiempo, suscitando entusiasmos y atrayendo anatemas, inspirando posturas, estilos y modas culturales, pero provocando al mismo tiempo reacciones y rechazos radicales. Nietzsche es uno de aquellos escasos pensadores de los que no podríamos decir que son verdaderos o falsos, sino que están vivos o muertos. «Miro a veces mi mano, escribe en el medio de su exaltación, y pienso que tengo en la mano el destino de la humanidad: lo divido invisiblemente en dos partes, antes de mí, después de mí». Fue un magnífico profeta, y sigue estando vivo en nuestros días, más que nunca.


—María Zambrano afirmó que una cultura depende de la calidad de sus dioses. Si evocamos el lamento de Heidegger «dos mil años sin un solo dios», ¿es pertinente afirmar que este arrasamiento imaginario ya nunca podrá recobrar su tiempo luminoso? 
—Lo particular de la crítica de Nietzsche, corrosiva y disolvente, es que no fue mera descripción, sino que contribuyó a acelerar el estado de crisis que describía y que, en cuanto «maestro de sospecha», hizo difícil construir y edificar nuevas certidumbres después de él. El resultado es conocido: es el «desierto que avanza», el agigantamiento de la sombra de lo que él llama «nihilismo», la época de los dioses huidos y del nuevo dios que aún no se vislumbra en el horizonte.


—Desde que Plutarco recoge el grito: «El gran Pan ha muerto», hasta lo que León Bloy denomina el «retiro de Dios», varios pensadores han descrito lo que sería la orfandad de lo divino. ¿Cuáles momentos de aquella descomunal finitud recuerda con más asombro?
—El instante que me parece determinante es el principio de la Edad Moderna cuando con la nueva cosmología materialista cambia la posición del hombre en el universo. Una escalofriante constatación de Pascal mide esta profunda metamorfosis: «Hundido en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y que me ignoran», anota Pascal, «me espanto». Este preocupado lamento señala el desarraigo metafísico del hombre, pues en el universo simplemente físico él ya no puede habitar y sentirse en su casa como en el cosmos antiguo y medieval. El universo es percibido ahora como una angosta celda en la cual el alma se siente cautiva, o bien, como una infinitud que la inquieta. Frente al eterno silencio de las estrellas y a los espacios infinitos que le permanecen indiferentes, el hombre está solo consigo mismo. Está sin patria. Cierto, Pascal opone resistencia a esta nueva condición: detrás de la necesidad natural cree todavía que un dios escondido lo gobierna. El hombre es, sí, una nada aplastada por las fuerzas cósmicas, pero puede, en cuanto piensa y cree, sustraer su contingencia al condicionamiento de las leyes de la Naturaleza proclamándose ciudadano de otro mundo, el del espíritu. Pronto también Dios se eclipsará. Y cuando Dios se retira, cuando la trascendencia pierde su fuerza vinculante, el hombre abandonado a sí mismo reclama su libertad. El problema es que esta libertad es una libertad desesperada e infunde más angustia que plenitud de ser. Y el hombre moderno debe convivir con eso.


—Hegel, Nietzsche, Foucault y Derrida presagiaron el fin del hombre, como concepto, como sujeto filosófico. Dado que el superhombre no se vislumbra en ninguna latitud, ¿quizá estamos condenados a un mundo de sub-hombres como pensaba Camus?
—Cuando Dios muere, el hombre se animaliza. El problema aparece en el Divino Marqués de Sade con toda su crudeza. Su disoluta obra representa la más coherente antropología negativa, es decir, la tentativa más drástica de imaginar un mundo completamente desposeído de Dios. El mundo de la extrema finitud. Abandonemos entonces las ilusiones: el hombre es un animal que a veces imagina ser hombre. (...)





(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia.





Jim Amaral: Entrevista

Entrevista realizada por Amparo osorio y Gonzalo Márquez Cristo para el No 19 de Común Presencia

¡Cuídense de la esperanza!
(Fragmento)

¿Qué esperan estas figuras de alas rotas y brazos retorcidos, estos hombres con las puertas del pecho abiertas y con inscripciones en sus cabezas, esos viajeros que anuncian un signo estelar que nunca se produce?

¿Qué esperan estos seres desolados, vigías de un espacio que jamás ofrenda sus luminosas señales y que siempre escamotea la clave salvadora? ¿En qué lugar se producirá el signo capaz de redimirlos? ¿Quién vendrá desde la inmensidad con su milagrosa presencia a salvar a estas creaturas abatidas?

¿Qué esperan las perturbadoras imágenes de Jim Amaral, que no sea lo mismo que nos prometieron desde nuestro origen balbuceante, que no sea el fin de la incomunicación existencial, que no sea la interrupción de nuestra soledad cósmica?

Las esculturas de Amaral aguardan un mensaje, que ya lo sabemos, nunca se producirá. Pretenden –lo argüimos– un secreto indescifrable, quizá develar la respuesta apocalíptica del espejo o la gran afirmación que posee en su interior el misterio de todo nacimiento.

Cuando el artista lanza su pregunta cósmica, existencial, hierática, nosotros creemos observando sus conmovedoras creaciones, que alguien irrumpirá de lo invisible con la salvadora luz que estamos hace milenios esperando.

JA: El arte interroga, el sueño pregunta, pero el amor es el único que responde, que balbucea en mi oído…

Custodiados por los tapices realizados por su esposa Olga, que adornan las altas paredes de su casa, y por los viejos centinelas alelados que preservan el pasado mítico y a quienes Jim Amaral ha dado el halo de su fuerza interior, recorremos parte de esta galería que teje de una manera secreta el latido y el ritmo profundo de su demiurgo, en un alianza de impetuoso misterio.

Palpando sus esculturas, abriendo las puertas de sus cabezas y moviendo sus pesadas alas de bronce, admirando sus pátinas verdes y azules que les dan cierta irrealidad, ascendemos al segundo piso de la casa Amaral contemplando los dibujos eróticos y los sugestivos objetos intervenidos, para por último sentarnos alrededor del dios humeante del café.

JA: Muchos pensaban que todo lo que hacemos se diluye durante la noche y vuelve a nacer con la aurora. Nuestra contienda verdadera creo que es con la luz.

CP: ¿Y si en la luz acecha el tiempo como sostienen los relativistas, no estaremos perdidos?

JA: El tiempo me confunde, las cosas y los rostros se transforman a nuestro alrededor pero nosotros seguimos viendo lo mismo, teniendo los mismos ojos. ¿No es verdad?

Este artista nacido en Estados Unidos, de ascendencia portuguesa, auténtico y existencial, que ha suscitado a lo largo de su ardua búsqueda todo tipo de sentimientos de adhesión desde su llegada a Colombia, no ha dejado de explorar, de moldear, de dibujar, de pintar.

JA: ¿Contra quién combato? ¿Qué es aquello que me desvela? ¿Por qué permanezco atemorizado ante una flor, una nube o una estrella, sin que nadie me ofrezca el equilibrio, ni siquiera el amanecer?

CP: El equilibrio, la armonía pitagórica… ¡La encerrona griega!

JA: Los conceptos a veces son cárceles.

CP: Jim, la primera vez que vimos esos maravillosos seres de alas retorcidas esculpidos en bronce creímos que la esperanza estaba mancillada, y como en la magistral obra «Aquí está el vendedor de hielo» de Eugene O’neill, debíamos denunciar toda ilusión para no vivir en la servidumbre de la espera del advenimiento de una vida mejor.

JA: ¡Cuídate de la esperanza!, deberían decirnos en la infancia. Es mejor enfrentarse con lo adverso pues de allí afloran insospechados jardines. Ahora busco en los diferentes pliegues de mi memoria y súbitamente se despiertan los recuerdos. Surge el rostro de un amigo que se suicidó, quizá por ineludibles motivos de soledad e incomprensión y reconozco que ese acto me sumió en una crisis que me fue hundiendo y por la que tuve incluso que acudir al psicoanálisis. Yo veía el futuro negro, en ese momento tenía ya dos hijos y no sabía para donde dirigir el porvenir. Por suerte vi una luz como de luciérnaga y me aferré al arte, que a veces nos salva con su portentoso universo. Encerrado en un cuarto de mi casa comencé a dibujar con pasión creyendo que ese era mi remedio contra la angustia. Sí, a veces, siento que la muerte retrocede.

CP: La siguiente pregunta parecerá como extraída de un cuento de Bradbury: ¿Los personajes de sus esculturas están muertos?

JA: Me he preguntado insistentemente y durante muchos años cómo es morir. Salir de una oscuridad para entrar a otra penumbra, la de la muerte. Mucho de este extraño interrogante está plasmado en mi obra escultórica y por eso la pregunta me altera profundamente. Nadie había visto eso en mis creaciones y quizá no sea así, pero en ese viaje entre dos oscuridades pongo todo mi empeño, para dejar algo que esté a salvo, algo –muy pequeño– que pueda desalojar el miedo que me embarga.

Jim cerró los ojos y seguimos escuchando su voz trémula. Permanecimos en un silencio sin salida. Inclinó la cabeza a punto de desfallecer. Y luego saliendo de su abstracción, acudió a un artilugio cotidiano para reintegrar el diálogo: levantó el citófono ordenando otras tazas de café. El sol resplandecía en la gran mesa invadida por los libros.

JA: Yo ahora quisiera decir muchas cosas. De mi vida, de mis silencios, retratar el hecho de que los hombres en el planeta gravitamos en un espacio oscuro. Eso me confunde mucho como ser. Y ahora más que nunca pienso que el hombre vive en un conformismo que le venda los ojos. Durante las últimas décadas no observo ninguna rebelión en Occidente, o de existir creo que es inofensiva, ligera, prescindible.

CP: Ni rebelión ni furia filosófica. ¿Qué hicimos con el grito?

JA: No es el tiempo del alarido. Mis figuras callan, se silencian de una forma radical, tal vez como lo preguntaron, muy próxima a la muerte, pues estamos bastante lejos de una expresión creadora o violenta, como aquello que sintió Munch, por ejemplo.

CP: «Los cementerios están llenos de fraudes / las calles están llenas de fantasmas», dice el poeta argentino Roberto Juarroz...

JA: Quizá vivamos en un mundo ya extinto sin saberlo. ¿Quién puede entender bien la luz de las estrellas muertas, sin enloquecer? Por otra parte, con relación a la acotación de la nacionalidad argentina del autor citado, pienso que un poeta no tiene patria. Cuando abandoné Estados Unidos me di cuenta de que el arte es mi única nación, el único lugar donde no soy extranjero. Llegar a Colombia fue algo muy duro. Me sentí rechazado. ¿Quién iba a aceptar a un gringo que llegaba a un círculo cerrado del país, a una élite de gentes inteligentes y de buenas familias? Al principio me encontré completamente indefenso en un territorio plagado de apellidos. ¿Quién iba a aceptarme –reitero– sin indagar mi origen, sin entrometerse en mi vida privada, si apenas era un gringuito nacido en un pequeño pueblo del oeste norteamericano? Sin embargo, ahora lo veo en retrospectiva y con un poco de vanidad: quizá ese primer rechazo que experimenté haya sido lo que produjo mi estrella.

CP: ¿Y la infancia acudió alguna vez en su ayuda?

JA: Debe existir un significado que yo aún no comprendo y por el que siempre he tratado de interrogarme sin respuesta posible. Quizá en esas imágenes de la infancia de mi padre, en aquel desolado paisaje de las Azores donde transcurrieron sus primeros años, pueda estar el origen de todas mis búsquedas. Él salió de allí, de Portugal, a los doce años hacia Boston con el propósito de trabajar y nunca supe por qué no quiso regresar jamás a su tierra natal. Tampoco deseó que nosotros estuviéramos allí, pero cuando ya mayor conocí esas islas, sentí de manera inexpresable que me estaba encontrando con esa honda nostalgia...

Roberto Matta: Entrevista en Roma


Un estallido interior

Los poetas colombianos Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo, realizaron en Italia este reportaje al reconocido pintor chileno, quien fuera considerado durante décadas el artista más importante del mundo. Roberto Matta (1911- 2002) devela aquí su visión cósmica, su eterna rebeldía, su alto sentido de lo humano y esa irreductible lúdica que lo caracterizó a lo largo de su fructífera vida.

Era septiembre en Roma. El escritor chileno Gilberto Cáceres evocaba mientras caminábamos hacia nuestra decadente pensión cercana a la estación de Termini, su amistad con el pintor Roberto Matta, con tanta modestia y naturalidad que nos ofendía.

La ciudad estaba enrojecida por el verano y aunque permanentemente Cáceres nos señalaba algunos secretos lugares que había descubierto a fuerza de trasegar por esas calles deslumbradoras, todos sus intentos por seguir en el papel de guía quedaron condenados al fracaso, pues comenzamos a preguntarle acuciosos sobre ese pintor que era responsable de nuestra deformación cultural, de nuestra libertad poética, de nuestro compromiso interior; por ese artista que era parte de nuestra mirada.

Después de un agudo interrogatorio y algo molesto por los asedios, quizá pretendiendo deshacerse de tantas inquisiciones dijo: “Les daré el número telefónico de ese animal antidiluviano, pero les aclaro, tengan cuidado, porque es imposible no amarlo”.

Horas más tarde, iluminados por el vino, mientras escudriñábamos en la biblioteca datos sobre la vida y obra de Roberto Sebastián Matta Echaurren –para ocultar nuestra improvisación llegado el momento del reportaje–, terminamos apostando sobre quién debería acopiar el coraje para llamarlo. La moneda de mil liras saltó y ante la tranquilizadora derrota de Amparo, me tocó a mí, a este extraviado escritor colombiano, enfrentar a la famosa bestia lírica y ser el blanco de las más aguzadas ironías de uno de los últimos artistas míticos del siglo XX.

La voz grave de una mujer al otro lado del teléfono contestó con el característico pronto y pregunté en español por ese legendario hombre que había pertenecido a la esencia del surrealismo, que había sido precursor del Expresionismo Abstracto, que ejerció una influencia determinante sobre el arte latinoamericano y norteamericano, y que poseía una conciencia lúdica profundamente afinada, de la cual, como habíamos sido advertidos, era difícil salir ilesos.

Sin sobreponerme aún al temor y viendo que mis compañeros jugueteaban y hacían gesticulaciones para distraerme como niños traviesos, escuché la voz de mi victimario y dije:

–Aló, ¿maestro?

–No me llame así, que me recuerda a mis profesores de matemáticas, además yo nunca he podido enseñar nada.

–Bueno, lo llamaré, Roberto.

–Roberto no, por favor, es un nombre de cura.

Desconcertado me pregunté qué clase de personaje al otro lado se burlaba de mí, deduciendo que mi pretensión de una entrevista estaba por frustrarse. Intenté de nuevo optando por su segundo nombre:

–Sebastian, entonces...

–Tampoco, no soy un Festival.

Maldije a Cáceres por no advertirme qué clase de criatura delirante era, y supuse estar enfrentándome a un ser huraño, opuesto a la imagen que teníamos de él, y muy distante de la figura enriquecida por el amigo chileno.

–Matta, cuánto tiempo lo hemos buscado... –dije después de pensar la frase, creyendo que ésta sería la última opción de continuar escuchándolo.

–No me llame Matta, se lo ruego, así me llaman los críticos, esos personajes de ojos redondos como halcones que me quieren convertir en algo que yo no entiendo.

Recibí esta respuesta con desolación, permanecí callado hasta que escuché la carcajada infantil de ese interlocutor hechizante; entonces dije:

–Sé que lo han convertido en Matta pero le aclaro que yo no tengo la culpa y lamento que lo traten así esos seres de ojos redondos. Yo simplemente soy un escritor a quien usted le ha salvado la vida muchas veces y quien comparte su pensamiento de que hay guerras interiores que debemos librar aunque nos aguarde la derrota.

Solté el párrafo de un sólo tirón sin respirar y me quedé de nuevo a la defensiva. Mis compañeros vislumbraron la situación desventajosa en que me hallaba y se aprestaron a conectar al auricular nuestro precario sistema de grabación.

–¿Qué ocurre? –preguntó Matta escuchando los extraños ruidos y el murmullo de las voces.

–Que intento capturar esta conversación con la ayuda de la Gestapo tropical.

Oí su risa. Después el golpe de su respiración, y luego lo escuché decir:

–Mientras lo logra prefiero ir en busca de Baco.

Me pareció irrebatible su determinación y decidí imitarlo ante mis incrédulos acompañantes que se arrebataban la palabra sugiriendo preguntas. Mi confusión se hizo absoluta, bebí un largo trago y todavía atemorizado regresó la voz que del otro lado inquiría:

–¿Preparado para el combate...? La guerra interior se gana cuando el yo es transformado en tú. El reconocimiento del tú siempre es benéfico y el yo por el contrario fatídico, es más letal que un Tiranosaurio-rex.

Me sentí de nuevo acorralado y dije pausadamente:

–Hace una semana llegamos de Colombia para realizar un largo itinerario por Europa... Dirijo una secreta revista de literatura, casi de poesía... Sí, de poesía, y por eso queremos entrevistarlo.

–Sí, latinoamericano, lo noté por su acento, por eso quise gastarle esa broma, habría seguido, pero me pareció que estaba próximo a tirarme el teléfono. ¿En qué lugar está? Ah, cerca de Termini, es bueno conocer todas las ciudades desde la sobrevivencia... Sí, y los hombres. Aún no asimilo que se pueda hablar con una voz y no con una persona. Teléfono, significa aparato para hablar a distancia, pero en realidad creo que necesitamos un cercáfono. La técnica va a acabar por estropear el mundo e incluso le ha hecho daño a la ciencia y desde luego al hombre –dijo cayendo en esa lucidez fragmentaria, en esa especie de trance revelador que siempre lo asistía.

–Podemos conversar por la vía de la presencia cuando usted pueda; estaremos algunos días más en Roma, y si tenemos suerte de que los heroinómanos que todas las noches rompen la puerta de vidrio de nuestra pensión no se decidan a asaltarnos, a pesar de ser colombianos asistiremos puntuales a la cita.

–Escuché que era escritor, por fortuna no es periodista, me producen tedio. Siempre les digo: ¿para qué me preguntan a mí? Debemos interrogarnos primero a nosotros mismos. ¿Qué sacan con mis respuestas si nadie puede contestar quiénes somos? ¿O cómo se inició la vida? ¿O si hay vida? ¿O si podemos vivir sin ser avasallados por esta sociedad inhumana? –dijo dándole a la voz matices histriónicos–. Sin embargo será muy difícil que nos encontremos, deben disculparme, pero estoy preparando un viaje. Espero no defraudarlos, yo no soy un pintor, la verdad es que soy un viajero y debo obedecer a mis instintos.

–Siento mucho que no podamos conocerlo... ¿Podríamos hablar otro poco por teléfono? En mi país hay gente que necesita sus palabras.

–Sí, desde luego, pero yo no me merezco tanto... Usted trae en los ojos otro paisaje y en los oídos otra música. Viene de un continente que los europeos jamás han descubierto. Es mentira eso de Colón. Aquí nunca nos han visto de verdad y mucho menos en Francia o Alemania. Pero lo grave es que nosotros tampoco nos hemos visto, nunca nos hemos mirado, ni siquiera en esos espejos que citan los cronistas de Indias. Nosotros debemos crear el verbo americar y conjugarlo hasta el hastío. Yo americo,americas. Sería como respirar nuestras flores, ver el colorido de nuestras selvas, sentir el fluir de nuestros ríos, la erupción de los volcanes...

–Y pensar que los gringos se han apropiado de la palabra América...

–Estados Unidos no es un verbo, ellos son un gigantesco sustantivo que tiene la tendencia a hacerse cada día más enorme. Nosotros estamos más compuestos de sensaciones, de aromas, de cadencias, de ritmos... Estados Unidos ha intentado enceguecer al planeta... Cuando alguien pretende observar, esa cultura lo extravía, lo convierte en objeto, y la labor del artista es desprender las vendas, aguzar los sentidos.

–...Su pintura es como una sinfonía de Stravinsky, pienso en El Pájaro de Fuego...

Intento pintar la explosión original, pero si quisiera definir mi obra diría que es una danza, en realidad a veces creo que una bailarina la hace con la levedad de sus pies. Podría titular un cuadro: Impromptu de Isadora Duncan o Nijinsky... No obstante siempre he vinculando al hombre con la naturaleza, cuando pinté los volcanes en erupción tan sólo quería mostrar un estallido interior.

–En su arte hay algo telúrico y el hombre es una especie de constelación. Como en el principio mismo, como en el arte rupestre. A veces sus personajes afloran del color para irradiar, para iluminar, son entes de energía, imágenes elementales del ser humano y de las cosas...

No podemos olvidar que somos cosmos. Los indígenas y todas las culturas primitivas lo sabían, pero nosotros ignoramos para dónde vamos. Y ni siquiera buscamos el consuelo de mirar un río, esa imagen poderosa que aumenta la mirada.

–Usted es un artista de nacimientos, su pintura transmite el caos del origen, la violencia inaugural...

No puedo decir nada de mi pintura, porque el arte en general no me interesa. Creo que el hombre es un ser insignificante y pretencioso. Nada he pintado todavía que se pueda comparar con una hoja, con una bacteria. La pintura sólo tiene importancia para los críticos y para los mercaderes del arte, para los millonarios que la ostentan en sus salas; a mí sólo me importa la orientación, la rosa de los vientos del espíritu. Yo pinto para no olvidar el latido de mi corazón, el movimiento de las olas, las galaxias...

–Un famoso cuadro suyo se titula La Tierra es un Hombre...

–Sí, pero el hombre también es la Tierra y ya nadie lo recuerda. Ni siquiera la pisamos, ahora hollamos el pavimento, y no vemos las montañas sino los edificios... El hombre primitivo era más sabio porque no iba a cometer un descuido tan peligroso y por eso la adoraba...

–Es un riesgo olvidar las fuentes...

Yo pinto para festejarlas, también para conocer mi respiración. Siento muchas veces que los colores se van evadiendo de mí y les ayudo. Pero yo nunca me libero completamente porque aún no soy un todo con la naturaleza, con el universo, con los soles y satélites. Los hombres de la Edad del Fuego eran libres porque tenían esa intuición cósmica. Nosotros la hemos perdido, por eso el territorio del arte puede ayudarnos... interrumpió de pronto su reflexión y agregó: No escriba esto, lo que yo digo todo el mundo lo sabe, lo sabían los cavernícolas; sólo que ahora padecemos amnesia universal.

–¿Cómo fue su vínculo con los surrealistas?

–Fue una relación amorosa: los quería asesinar. Recuerdo a Magritte como mi primer amigo verdadero en ese grupo. Una tarde Dalí me envió con mis dibujos a una galería y fui ingenuamente sin saber que su director era André Breton; todavía me avergüenzo de esa perversa jugada de Salvador. Imagínese, yo llegué como un idiota donde ese poeta deslumbrante con mis precarios trabajos bajo el brazo. Él estaba empeñado en darle respiración boca a boca al arte aletargado, asfixiado, era un ser ejemplar. Cuando me invitó en 1937 a participar en ese Movimiento acepté inmediatamente y estuve con ellos hasta que una década más tarde el mismo Breton me excomulgó.

–Pero fue admitido posteriormente...

–Sí, y eso me quitó prestigio... –afirmó con ironía–. En esa época leíamos a Lautrémont, a Rimbaud, a Baudelaire y a todos esos maravillosos seres que habían decidido hacer de su vida un grito, pero también un relámpago que podía guiarnos en la oscuridad. Esa confrontación nos hacía crecer, era como galopar a contrapelo, como el pescador que siente los movimientos agónicos del pez en su sedal y mientras sus manos sangran, sabe que responde con el mismo elemento de vida al animal que se debate poniendo en juego todos sus recursos.

–También conoció a Le Cobusier. ¿Podría contarme alguna anécdota que ejemplifique ese tiempo compartido?

–Al graduarme de arquitecto fundé una fábrica de muebles en Santiago, luego fui marinero por algunos meses, se puede decir que huía de mi familia, de su aristocracia decadente. En 1933 llegué a París y busqué a Le Corbusier quien estaba en la cúspide de su celebridad; tenía la idea de que era imposible trabajar con él, sin embargo era muy fácil debido a que a nadie le pagaba. Usaba unos inmensos anteojos que parecían lupas y me trataba como a un simple mensajero. Creo que era un hombre desdichado. Una vez me envió a Rusia con unos planos y pasé casi dos meses en Moscú, donde tuve oportunidad de estar en los funerales de Gorki. Pero luego me volví surrealista.

–¿Y cómo fue su encuentro con García Lorca?

–A él lo conocí por mis tíos en Madrid. Recuerdo que organizaba reuniones y fiestas en la casa de ellos, tocaba el piano, entraba a la cocina y disponía de todo como si fuera suyo. Era una personalidad arrolladora. Yo le escribía a mi tía cartas en papel verde desde París, porque era el más barato, y Federico las leía frecuentemente dada la confianza que existía con ella; por eso cuando meses más tarde me lo presentaron, el poeta andaluz me dijo mofándose: al fin conozco a alguien que escribe en papel verde; por fortuna en ese momento yo no sabía quien era él porque me habría sentido intimidado. En esos días empezó la Guerra Civil Española y por precaución, debido a mi condición de extranjero, me fui a Portugal y allí me enteré del asesinato de García Lorca.

Fue un momento desgarrador para mí, por suerte Gabriela Mistral me acogió en su casa donde permanecí por algunas meses y pude conocer su gran disposición para la rebeldía, para la revolución. Un día le hice saber que estaba enamorado de ella, y abrazándome con ternura afirmó que yo podía ser su nieto. Era una mujer de una extraordinaria generosidad...

–Su pintura fue fundamental para el desarrollo de la plástica del siglo XX, sin embargo usted siempre se ha burlado de esto...

He comenzado a desconfiar de mi obra desde cuando la empezaron a poner en las enciclopedias. Los museos generalmente cuelgan el arte domesticado, domeñado. Es triste ver amaestrada una obra que fue libre, observar al halcón regresando al brazo posándose sobre el guante de cuero de su amaestrador. No quiero figurar en la historia artística, ni en el mismo arte, sólo pretendo acostarme en la hierba para mirar las estrellas. Yo siempre he hablado de la libertad de la conciencia, de la sabiduría... Los profesores tratan de interpretarme, pretenden saber qué busco con mi pintura, pero lo único que quiero es ser parte de la mirada de algún extraviado, de alguien que se siente más solo que Adán...

–Bueno, pero no se ensañe conmigo –dije y al escuchar su risa supe que podía seguir conversando–: Usted alguna vez afirmó que sólo el verdadero arte es capaz de salvarnos...

–Un artista es una ventana, muestra lo que está detrás de las cuatro paredes, es como el cuadro que cuelga un preso para poder huir. Tal vez por esto pinto, intento aniquilar los muros con la idea de que alguien cautivo o afligido pueda volar. Nunca me ha interesado el reconocimiento y muchas veces he dicho que prefiero trabajar como artista póstumo. En Chile me quieren convertir en Gabriela Mistral y en muchas partes del mundo pretenden volverme un pintor famoso, petrificado; desean que mi imaginación se congele y que repita fórmulas o realice cuadros que la crítica pueda comprender; por eso siempre me distancio.

–A usted lo consideran un artista comprometido ¿Fue militante del partido comunista?

–Para decir verdad, sólo he sido militante del surrealismo y eso sin llegar nunca a lo dogmático... Jamás creí en el l'engagement o compromiso político, e incluso en Cuba he hablado varias veces de la poética de la revolución, de la formación de un nuevo hombre. Los movimientos y partidos a los que alguna vez he pertenecido de manera quizá sesgada, han entendido muy pronto que prestaba un mejor servicio estando afuera y optaron por expulsarme –agregó eufórico.

Notándolo fatigado por mi interrogatorio imprevisto, un poco temeroso me atreví a añadir:

–Es conocida su fuerte relación con la poesía y su defensa de lo irracional...

–Es parte de mi compromiso radical con el instinto. Aún no hemos creado al artista esencial y mucho menos al verdadero hombre. El primitivo respondía por asociaciones mágicas, poéticas, intuitivas... La poesía fue la ciencia en el pasado y tenemos la opción de que la ciencia sea la poesía del futuro, y que se fusionen. Ella es el là-bas, el último peldaño, es una reveladora de signos. Si yo siembro en mi interior el dolor, la locura, la destrucción, el amor, como lo hace el poeta, puedo percibir cosas que cotidianamente están ocultas, develar lo que se esconde para la mirada convencional, extraer la luz subterránea. De todo lo que conozco, sé que es la poesía nuestra última oportunidad de supervivencia!

Agradecí atropelladamente y escuché el tintineo de los hielos en el fondo de su vaso. Después de despedirme, sentí en cámara lenta el descenso del auricular hasta el corte de la comunicación. Evoqué a ese hombre de baja estatura y de cabello ondulado que había visto en las fotografías, regresando como yo a esa realidad que desde el comienzo de su vida intentaba transformar. Lo imaginé parado frente a una de sus enormes pinturas volcánicas de intenso colorido y como si me siguiera guiando recordé una de sus frases memorables: La verdadera guerra se libra en las entrañas, no debemos dejar que el sueño use grilletes, un día regresarán los dioses y advertiremos que tienen nuestro rostro.

Roma, verano de 1991

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© Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo
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