Juan García Ponce: Entrevista

El homo eroticus (fragmento)
Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio



Nació en Mérida, península de Yucatán, el 22 de septiembre de 1932 y falleció en el D.F., el 27 de diciembre de 2003. En 1956 escribió la obra de teatro El canto de los grillos, con la cual obtuvo el Premio Ciudad de México, al que le siguieron durante su vida significativos reconocimientos como: Beca Rockefeller (1961-63), Beca Guggenheim (1971), Premio Xavier Villaurrutia (1972), Premio Anagrama de Ensayo (1981), Premio Nacional de Literatura (1989), Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo (2001), y la Medalla de Honor Héctor Victoria Aguilar (2003). 
Su extensa y reveladora obra literaria está integrada por los diversos géneros en que incursionó: teatro, poesía, cuento, novela y ensayo. Entre sus títulos más reconocidos citamos: Cruce de caminos (1965), Nueva visión de Klee (1966), Rufino Tamayo (1967), La aparición de lo invisible (1968), Nueve pintores mexicanos (1968), Manuel Álvarez Bravo (1968), Teología y pornografía, Pierre Klossowski en su obra (1981), La erancia sin fin: Musil, Borges, Klossowski (1981), Una lectura pseudognóstica de la pintura de Balthus (1987), Ante los demonios (1993) y Entre las líneas, entre las vidas (2001)... Publicó además 14 novelas que lo ubican como uno de los más prolíficos escritores mexicanos: La casa en la playa (1966), La presencia lejana (1968), La vida perdurable (1970), El nombre olvidado (1970), Crónica de la intervención (1982), Inmaculada o los placeres de la inocencia (1989) y Pasado presente (1993)… 
El erotismo, es hollado en la siguiente entrevista, por uno de los más refinados maestros de la novela hispanoamericana, durante una titánica pugna librada contra su cuerpo a causa de una penosa enfermedad degenerativa. Diálogo que trasciende los embates del pensamiento, para tornarse como lo proponía Artaud, en una perturbadora e inolvidable contienda física. 

* * *
Eran las tres de la tarde en Coyoacán, exactamente la hora de la cita acordada con varios días de antelación y ansiosos indagábamos en todas las esquinas por la calle Alberto Zamora, cuando finalmente, como es usual en esa desmesurada ciudad, una mujer que parecía escapada de un cuadro de Rivera improvisándose de guía decidió acompañarnos hasta la puerta con el número buscado. Nos preguntó la nacionalidad e inquirió por nuestro afán. Le explicamos que íbamos con retraso a un encuentro con el genial autor de la más extensa novela escrita en América Latina: Crónica de la intervención. Y ella enojada replicó: «Es lamentable, a todos en este país les dio por escribir sobre política». Sonreímos porque siempre nos había fascinado que ese título de García Ponce correspondía a la más exquisita novela erótica escrita en nuestro continente. 
En previas conversaciones telefónicas habíamos convenido con Meche, último ángel protector de Juan, la oscura forma en que se realizaría la entrevista. Nos preocupaba su precario estado de salud por todos anunciado y seguiríamos las claves aconsejadas la tarde anterior por el gran Salvador Elizondo, para hacer de este encuentro lo menos impresionante para nuestra ultrajada sensibilidad.
Pronto estuvimos frente al número indicado cuyo timbre oprimimos repetidas veces sin obtener respuesta, y cuando pensábamos desistir apareció Meche vestida de blanco, y hablándonos casi en susurros nos invitó a seguir, señalándonos el lugar exacto donde debíamos sentarnos según la planeada puesta en escena de la entrevista. No comprendíamos aún el por qué de los extremos detalles previstos para el encuentro. Imperaba dentro de esta casa sombría una misteriosa ceremonia en la que pronto deberíamos participar.
La mujer se disculpó diciendo que nos abandonaría por algunos minutos y allí permanecimos silenciosos con algo de temor. Nos sobresaltamos al escuchar sonidos metálicos extraños que venían desde el fondo de la casa mientras contemplábamos los innumerables e inquietantes cuadros que vestían las paredes. Junto a un retrato de Juan García Ponce, encontramos las propuestas pictóricas de los más importantes artistas mexicanos, que avalaban su pasión por las artes plásticas, y a cuya crítica dedicó gran parte de su obra ensayística.
Un ruido seco atravesó el corredor y nos arrancó de la contemplación. Vimos a Juan García Ponce, con su invariable cara de niño, conducido en una silla de ruedas por Meche. Al aproximarse nos sonrió tristemente. 
Levantándonos apresuradamente para saludarlo, extendimos nuestras manos que se quedaron suspendidas sin obtener respuesta. Meche se excusó en voz baja explicando que no podría saludarnos así, porque su inmovilidad era casi total. Un viento helado recorrió nuestra espalda. No sabíamos cómo volver a sentarnos.
En ese instante García Ponce pronunció sonidos para nosotros incomprensibles que nos recordaron los maravillosos encuentros con extraterrestres en los cuentos de Bradbury. Ante nuestro estupor ella anunció que serviría de intérprete, confesándonos que después de haber sido su esposa durante varios años había regresado para ser su enfermera y su escribana.
Nos contó también mientras abrazaba a Juan, la sorprendente fuerza creativa que lo animaba a diario para dictar en monosílabos su extensa obra. Explicó que su enfermedad degenerativa había comenzado antes de los treinta años y que fue ganándolo paulatinamente: «Inició por sus piernas, luego afectó sus brazos, después paralizó sus manos, y ahora quitándole movilidad al rostro empezó a entorpecer su lengua».
Al observar nuestra perplejidad Juan pidió a Meche que nos ofreciera un vino y preguntó nuestros nombres. Inexplicablemente los dijimos partiendo las sílabas, tartamudeando, sin comprender aún que en él habitaba la terrible paradoja de una mente vertiginosa y lúcida atrapada en un cuerpo casi petrificado.
Bebimos el vino con ansiedad y comprendiendo el extraordinario esfuerzo que debía realizar para hablar, nos excusamos por nuestra intromisión tratando de hallar un pretexto para huir. 
De repente expresó su felicidad por nuestra visita y pidiéndole a Meche que le humedeciera los labios con vino manifestó su complacencia por nuestra nacionalidad. Ella entonces empezó la ardua traducción de sus palabras.
—Tengo grandes amigos colombianos... Conozco ese maravilloso país. Recuerdo el día en que Mutis desolado me trajo una horrible noticia: Se nos murió Álvaro Cepeda..., dijo quebrando su voz. Yo sentí un dolor de poema español al pensar que El Nene no volvería a estar entre nosotros. Por mucho tiempo me pareció imposible que alguien tan vital hubiese sido cazado tan rapazmente por la muerte. Y miren, yo aquí todavía...
Meche acercándolo en su silla un poco más hacia nosotros, en un acto generoso que nos obligó a continuar, recordó cómo fue cambiando en García Ponce el proceso de su escritura desde que le advino la parálisis progresiva. Luego explicó:
—Cuando escribió las dos mil páginas de Crónica de la intervención debió hacerlo con una sola mano que además empezaba a no responderle. Posteriormente se vio abocado a dictar sus escritos, y para corregirlos debía pasar las hojas ayudado por soplos precisos. Ahora que su voz comenzó a traicionarlo y se ha vuelto una sucesión de sonidos extraños, sólo yo lo entiendo. A veces imagino su soledad...
—En ocasiones me siento amurallado —dijo Juan—, como entre una armadura, y a pesar de tener en mis labios una palabra o una historia perturbadora me es imposible comunicarme. Pronto sólo me va a quedar el derecho de ver... 
Meche intervino:
—Todas las mañanas debe hacer cuatro horas de difíciles ejercicios con el fin de que la inmovilidad no le gane por completo los músculos de su rostro y de su lengua, y lo más increíble es que él nunca desfallece.
Afectados la miramos como implorando su ayuda para rebasar ese momento angustioso, y ella entendiéndolo nos propuso comenzar nuestra conversación con el maestro, excusándose por la lentitud que tendrían las respuestas. 
—En su obra el erotismo casi siempre es una consagración de la mirada, un reino del observador. ¿Será como lo postula Octavio Paz la teología estética del voyeur?
—Pienso que el erotismo se apropia ante todo del sentido de la vista. Por medio de él logra fijar la imagen sensible adquiriendo su poder religioso, que luego se magnifica en el recuerdo. Supongo que Bataille creía lo mismo cuando en sus novelas era tan definitiva la contemplación. No me parece tampoco gratuito que haya titulado una de sus obras más escandalosas: Historia del ojo.




(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010.

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© Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio