Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio realizaron la siguiente entrevista para el No. 16 de la revista Común Presencia
El reconocido novelista y ensayista argentino dialogó en Buenos Aires con Común Presencia sobre la metafísica del dolor, sus túneles interiores, la obligación de justicia, la crueldad del tiempo, la irreductible necesidad de la esperanza, y su sueño de utilizar el arte como instrumento para exorcizar el odio y la angustia del mundo.
Buenos Aires. Veintiuno de enero. Verano. Temperatura real: 30º; imaginaria (denominada sensación térmica por la asombrosa oficina meteorológica): 34º. «Este es un país proclive a lo fantástico» —había dicho en una ocasión Sabato—, «así como en el desierto nacen los dioses en la pampa somos víctimas de la ficción...» Hora: De nuevo (y por quinto día) las diez de la mañana: justo el tiempo acordado para nuestra habitual llamada en busca de la cita.
Por eso cuando desayunábamos en el mítico café Tortoni, frente a un busto en bronce de Borges, se nos hizo urgente interrumpir la ceremonia alimenticia que incluía las inevitables medialunas para telefonear a Diego, quien era el encargado de la consecución de nuestra entrevista —tantas veces postergada—, con el célebre autor de la trilogía (El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador), y de otras deslumbrantes ignominias de la imaginación.
Sin embargo, luego de las sucesivas negativas, esta vez nos acercamos sin esperanza al teléfono, con la conciencia de que nuestra estadía en esa ciudad estaba llegando a su fin.
Buenos Aires oficiaba como varias urbes latinoamericanas su culto al olvido. Borges, el memorioso, era una especie de fantasma cotidiano al que siempre se le citaba y poco se leía, y Sabato —a quien se le pone erráticamente tilde— un ser huraño aparentemente domeñado, convertido en una especie de animal de circo que nadie osaba respetar. «Se dedicó más a la política que a la literatura… Cometió el error de vivir demasiado... Y con su vocación extrema para generar enemigos… Vos sabés…»; comentaban ciertos escritores.
—De buenos aires, esto no tiene nada, aquí no sopla el viento, ché. A esta ciudad la fundaron dos veces —decía la noche anterior a la entrada de una pizzería, el poeta y traductor argentino Rodolfo Alonso, mientras abrazábamos a un maniquí desnudo—; primero en 1536 Pedro de Mendoza y en 1580 Juan de Garay; ambos al parecer estaban obsesionados en equivocarse… Sin duda sus primeros pobladores se arrepintieron y la abandonaron, y eso es la mejor demostración de que no existe. Luego la inventaron los escritores. Marechal, Mujica Lainez… Borges pintó el sur y los ambientes provincianos de finales del siglo XIX, Sabato habló de una ciudad más contemporánea y sombría, mientras por los cuentos de Cortázar se puede entrar en un pasaje de Buenos Aires para salir en uno de París… Y así, gracias a ellos, persistimos en querer este lugar (al que no nos une el amor sino el espanto), y en deleitarnos con el río de la Plata, que fluye con su color leonado como lo describía Lugones… Cuando muera Sabato quizá la funden por tercera vez y la nombren Borges Aires; y sería más justo, pero nos tocaría importar nuevos lectores, porque aquí ya nadie lee.
Entonces replicamos con cinismo:
—Esperamos que no muera antes de mañana, pues hemos pactado la entrevista en su casona de Santos Lugares.
Sabato había nacido en 1911 en un pequeño pueblito llamado Rojas, y esa larga tradición de casi un siglo terminaría afortunadamente venciendo la frase fatalista de Rodolfo Alonso.
Como ejercicio preparatorio recordamos fragmentos memorables de las novelas de Sabato, y relatamos la vez que asistimos a su concurrido conversatorio dos décadas atrás en la Universidad Nacional de Bogotá, donde lo escuchamos criticando las obviedades de los periodistas y evocando los torpes asedios a los que se veía sometido asiduamente con preguntas como las siguientes: ¿Escribe sobre la realidad o se ha limitado a contar sus pesadillas? ¿Usted es Juan Pablo Castel o Martín? ¿Abandonó la física por las terribles consecuencias de la bomba atómica? ¿Ha matado a alguna mujer? ¿Le teme a los militares? ¿Odia a los ciegos por Borges? ¿Su personaje de Alejandra corresponde a su esposa Matilde? ¿Prefiere las mujeres inteligentes…?
A lo que se respondía a sí mismo con ironía: No puedo contestar en forma prolija por estar preparando el crimen de un periodista. Sin embargo para no ser descortés puedo asegurar que prefiero a las mujeres que tienen pezones oscuros a las que saben todos los detalles de la historia de Pompeya… No sé si soy Schneider o Bruno, o el delirante Ernesto Sabato que con mi propio nombre aparece en Abaddón el exterminador, pues tengo una relación hostil con mis personajes… En cuanto a las dictaduras militares me parecen muy agradables... Estoy feliz con la injusticia y la desigualdad del mundo. Y a mi bella protagonista Alejandra la conocí en Manizales. Sí, en esa ciudad colombiana la vi hace poco recorriendo sus calles pendientes con su rostro iluminado…
Los estudiantes lo aplaudieron hasta el delirio. Las nerviosas Alejandras colombianas se sintieron agradecidas por la reciente nacionalidad otorgada a su heroína. Y luego, clausurada la charla emprendimos una larga fila en busca de las prometidas dedicatorias. Con generosidad y ademanes felinos el escritor fue firmando sus libros con su temblorosa y pequeña letra hasta que llegó nuestro desdichado turno:
—Esta versión pirateada de El túnel no la conocía. ¿Se molestarían si les pidiese que me la obsequiaran para mi colección? Quienes elaboraron los programas educativos en los colegios intentaron exterminarme. Ya nadie me lee por placer sino por obligación. Quizá porque El túnel es muy breve. Eso me ha deprimido mucho… Por ello posteriormente escribí libros de más de quinientas páginas para estar a salvo.
En aquella ocasión, poco antes, uno de los asistentes comentó que en Barrancabermeja, un joven después de leer Sobre héroes y tumbas, se había bañado en gasolina inmolándose en un parque, en clara referencia a la conocida escena incendiaria de su totalizante novela.
—Lo ignoraba. Es lamentable. La literatura puede ser muy peligrosa. Nunca se sabe en qué momento una palabra dibuja el lazo del ahorcado en el interior de una persona.
Pasaron los años. Esa luminosa percepción, exceptuando algunas incisivas pinceladas, comenzaba a diluirse en el tiempo. Y hoy de nuevo, cumpliendo el ritual, nos encaminábamos ansiosos hacia el teléfono esperando que la suerte nos deparara su presencia. En el fondo brillaban los vitrales del café Tortoni. Levantamos la bocina y después de los ocho dígitos recomenzamos la ceremonia: Cita… Colombianos... Escritores… Pocos días en Buenos Aires… Verano caluroso… La semana pasada le llevamos nuestros libros… Números anteriores de la revista Común Presencia… En fin, todas las señas persuasivas para lograr nuestro encuentro. (...)
(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia.
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© Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio