Octavio Paz - Entrevista

La historia es el error (Fragmento)
Por Amparo Osorio y Gonzalo Márquez Cristo
Dibujo Octavio Paz: Edilberto Sierra
Conversación publicada en el No. 10 de Común Presencia





Nació en México D. F. el 31 de Marzo de 1914 y falleció en la misma ciudad el 9 de abril de 1998. Obtuvo grandes reconocimientos universales como el Premio Nobel de Literatura (1990), el Premio Internacional Menéndez Pelayo (1987), el Alfonso Reyes (1985), el Cervantes (1981), el Premio Nacional de Literatura (1977), la Beca Guggenheim (1971) y el Premio Xavier Villaurrutia (1957).
Su extraordinaria obra poética que lo define como una de las más destellantes y reflexivas voces de la literatura hispanoamericana, incluye: Luna silvestre (1933), Entre la piedra y la flor (1941), Águila o sol (1951), Semillas para un himno (1954), La estación violenta (1958), Libertad bajo palabra (1958), Salamandra (1962), Ladera este (1969), Topoemas (1971), Renga (1972), El mono gramático (1974), Pasado en claro (1975), Vuelta (1976) y Árbol adentro (1987). 
También es de trascendental importancia su legado ensayístico, que comprende entre otros los siguientes títulos: El laberinto de la soledad (1950), El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957), Puertas al campo (1966), Corriente alterna (1967), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (1967), Marcel Duchamp o el castillo de la pureza (1968), Conjunciones y disyunciones (1969), Posdata (1970), El signo y el garabato (1973), Los hijos del limo (1974), El ogro filantrópico (1979), Inmediaciones (1979), Los privilegios de la vista (1987), Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), Sombras de obras (1983), Tiempo nublado (1983) y Hombres de su siglo (1984). Fue director de las revistas Plural y Vuelta. 
Esta entrevista arrebatada a uno de las más radiantes poetas y pensadores de Hispanoamérica es un itinerario por algunos de sus temas obsesivos: la tiranía del tiempo, los viajes interiores, los intersticios del lenguaje, las fronteras indisolubles... y asombra por la vigencia de sus audaces opiniones, como cuando manifiesta la importancia de la legalización de la droga, que cada vez se hace más imperativa en esta época convulsa. 

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De no haber sido por la mediación de los gatos en esa mañana del tercer domingo de octubre, nuestro contacto con Octavio Paz se habría restringido a una llamada telefónica en la cual respondió a nuestra propuesta de reportaje con estas palabras: 
«Estoy preparando un viaje. Pero ustedes son escritores ¿verdad?, y creo que yo también; o sea que no es necesario concertar una entrevista. ¿Para qué son las obras entonces? En ellas la comunicación está abierta y fluye en sus profundidades esenciales. El periodismo algunas veces opera en estas zonas, pero generalmente vela, distancia, incomunica: es la consumación de una fiesta de disfraces; mientras la poesía trabaja bajo el imperio de la desnudez».
Sin embargo luego de haber recorrido entusiasmados los lugares que Paz transitó poéticamente en Vuelta («El muchacho que camina por este poema, entre San Ildefonso y el Zócalo, es el hombre que lo escribe»), dos días después de nuestro fallido intento participamos de una emboscada del azar, y en ese México D.F. que pocos como él han ayudado a definir, a inventar, a descubrir; recibimos la llamada apresurada del amigo colombo-mexi-estadounidense Roberto Tejada, quien sabiendo nuestro deseo de conocer al gran escritor, nos instó a acompañarlo a una aventura felina que tendría por escenario el apartamento de la calle Guadalquivir donde vivía «el jardinero de epitafios», el poeta Octavio Paz.
Apresurados viajamos por Colonia Cuauthémoc en un inevitable taxi Volkswagen, sorprendidos de las coincidencias que precipitan los altos encuentros, recordando que nuestra tentativa de conocerlo se había visto frustrada no sólo por los preparativos de su viaje a Nueva York, sino según sus palabras, porque era innecesaria debido a la profunda comunicación instaurada por la literatura. Sentimos que era mágico entonces encontrarnos de repente camino a su residencia con el pretexto de recoger unos gatos que su esposa Marie-José, temiendo por su prolongada ausencia, le iba a regalar al poeta Roberto Tejada (uno de los innumerables herederos del linaje gatuno de Paz).
 Pronto estuvimos frente a él, identificándonos atemorizados con el nombre de nuestra revista Común Presencia, y temiendo que ratificara su negativa telefónica. No obstante nuestro entusiasmado reconocimiento de paternidad responsable para los gatos, obró generosamente y fuimos recibidos con calidez por esa pareja que nos guiaba a través de un estrecho corredor hacia una sala decorada por innumerables objetos rituales y artesanías hindúes.
—El título de la revista que ustedes editan supongo que es un homenaje a ese gran libro de René Char, bello e incomprendido... Cuando habitamos un pacto verbal, se puede decir que no hay poema en sí, sino en mí o en ti.
Asentimos agregando que Char era uno de los nombres que había asumido el oráculo en el siglo XX, y mientras Marie-José traía los pequeños felinos que serían adoptados por Tejada, Octavio Paz interesado en nuestra nacionalidad colombiana dio origen a una conversación en la cual las drogas, la violencia, la política y la literatura impusieron su humor y sus resplandecencias. 
Sentados alrededor de una mesita colmada de libros y revistas en varios idiomas, el hombre que se ha impuesto no repetir slogans sino tratar de pensar —según replicaría en una ocasión a García Márquez—, agradecía que fuéramos latinoamericanos para denunciar, para criticar algunas de las carencias, para señalar un rumbo a nuestra problemática y a nuestro desasosiego.
—Lamentablemente las políticas de separación existentes entre nuestros países parecen haberse acentuado, y es difícil saber qué ocurre en Guatemala, en Honduras, o específicamente en Nicaragua. ¿En qué han convertido ese país? ¿Qué pensaría Darío del cura Cardenal? La distancia impuesta es más nefasta que la inherente a las mismas fronteras. Nada sabemos de nuestros países vecinos. Lo mismo sucede para nosotros con Colombia. De sus poetas sé de Aurelio Arturo: quien desafortunadamente no escribió sino un pequeño libro titulado Morada al sur. ¿Ya murió verdad? 
Corroborando la incomunicación a la que se refería respondimos que había muerto hacía varios años, en 1974. Un denso café nos sirvió de preámbulo para interrogarlo sobre el motivo por el cual nunca había visitado Colombia.
—Desgraciadamente yo conozco poco hacia el Sur. Viajé por Centroamérica. En la década del sesenta recorrimos con Marie-José muchos lugares en autobús (así es que se debe viajar), pero nunca nos aventuramos tan lejos. Una vez gracias a una invitación cruzamos el Canal de Panamá (cuya construcción se terminó en 1914), y nos sorprendimos al vernos entrando en una novela de Julio Verne; recuerdo que era como estar en una obra de Ciencia Ficción realizada en el pasado, en una especie de litografía decimonónica. Aspiro sin embargo a ir pronto a Colombia. Tengo una vieja invitación que posiblemente aceptaré para el año entrante...
Repitiendo la palabra sur reflexionó sobre aquel íntimo vínculo del espacio con el tiempo, planteando que la forma relativista de espacio/tiempo había sido vislumbrada por innumerables culturas en la Tierra. 
Mencionamos las pirámides de Teotihuacán con sus dos escaleras de 184 escalones, es decir 364, más una plataforma en la cumbre para completar los 365 días del año...
—Y la pirámide de Teyanucan —añadió— que tiene 52 cabezas de serpientes (los 52 años del siglo azteca). Las nupcias del espacio y el tiempo están simbolizadas también en la Piedra de Sol, porque son la representación del movimiento figurado por una geometría pétrea. Los puntos cardinales además de ser una prueba del diálogo con las estrellas, para los indios americanos significaban la definición del espacio /tiempo: cuatro destinos, cuatro dioses, cuatro colores, cuatro eras, cuatro trasmundos. Cada dios tenía cuatro aspectos; cada espacio cuatro direcciones; cada realidad, cuatro caras. 
La conversación se suspendió cuando Paz interrogó a Tejada sobre algunos artículos periodísticos de reciente aparición en Vuelta; y al creer que nuestra intempestiva visita podría agonizar, súbitamente evocamos la tarde en que hablábamos de él en París, con uno de sus amigos más intensos e irónicos. Advertimos su gran interés por la anécdota y cuando la relatamos develando el nombre de E.M. Cioran, afirmó con exaltación:
—Es la prueba existente de la barbarie filosófica. Fui su primer traductor al español. ¿Cuándo lo vieron?



(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010.


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