Carlos Fuentes – Entrevista

La frontera invisible (fragmento)
Por Gonzalo Márquez Cristo y Amparo Osorio
Conversación con el escritor mexicano publicada en el No. 8 / 9 de la revista Común Presencia





Nació en Ciudad de Panamá en 1928 y se crió en varios países americanos, a causa de la profesión diplomática de su padre. Desde 1944 reside en México. En 1955 fundó la Revista Mexicana de Literatura, junto con Octavio Paz y Emmanuel de Carballo. 
Ha publicado más de cincuenta obras (narrativa, ensayo, teatro, guiones para cine y libretos para ópera) entre las que resaltamos: Los días enmascarados (1954), Las buenas conciencias (1959), La muerte de Artemio Cruz (1962), La región más transparente (1958), Zona sagrada (1967), Cambio de piel (1967), Terra Nostra (1975), Agua quemada (1981), Gringo viejo (1985), Cristóbal Nonato (1987), El tuerto es rey (1971), Orquídeas a la luz de la luna (1982), El espejo enterrado (1992), El naranjo (1993), Diana o la cazadora solitaria (1994), La frontera de cristal (1995), Retratos en el tiempo (2000), y Adán en Edén (2009). 
Le han sido otorgados los premios Biblioteca Breve (Barcelona, 1967); Rómulo Gallegos (Caracas, 1977); Alfonso Reyes (México, 1979); Nacional de Literatura (México, 1984); Cervantes (Madrid, 1987); y Premio Internacional Don Quijote de la Mancha (2008).
El divorcio entre sueño y realidad, la catástrofe que no accede a ser tragedia, la invasión de los imperios acometida por los pueblos marginales, la universalidad de la tecnología y la violencia, son aquí enfrentados con el rigor que siempre ha caracterizado a esta figura de las letras contemporáneas.

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Lo conocimos en 1993 bajo los acordes del himno nacional mexicano que sonaban previos a una rueda de prensa programada por las autoridades culturales de su país durante una de sus promocionadas visitas a Colombia.
Carlos Fuentes luego de un breve saludo al público anunció: «Como suelo hacerlo en cada escenario del mundo a donde asisto, concedo la primera pregunta a un periodista mexicano, en este caso a María Cortina corresponsal de guerra, que esta tarde se encuentra entre nosotros».
Después de un colectivo interrogatorio que se extendió por cincuenta minutos, regido por periodistas de cinco países, fuimos presentados dentro del homenaje que se le brindaba y en el que no faltaron las botanas de tacos y los tradicionales Herradura de agave azul, que serían decisivos en el instante de perpetrar la entrevista aquí publicada. Indeciso al comienzo ante nuestra súbita propuesta, Carlos Fuentes quedó persuadido cuando conversamos sobre esa profunda veta poética que nos atrapaba en algunas de sus piezas magistrales como «Chac Mool», «Un alma pura» y sobre todo «Muñeca reina» con su conmovedor personaje de Amilamia, que parecía el melancólico retrato de uno de sus grandes amores juveniles. «Casi nadie pregunta por mis cuentos», dijo eufórico a manera de aceptación. La entrevista quedó concertada para el día siguiente en el lobby del hotel del norte de Bogotá donde estaba hospedado. 
Muy temprano y a la hora prevista, lo encontramos buscando en el periódico noticias referentes a su evento de la noche anterior. Después del saludo, y sin preámbulo, abordamos el controvertido tema de la legalización de la droga, de vital importancia para toda nuestra América Latina, y su respuesta fue tan imprevisible que todavía nos asombra: «Yo entiendo a los gobiernos que en su misión paternal hacia la juventud crean diques penales para evitar su consumo y pienso que la idea de la legalización es bastante arriesgada porque se generalizaría su sombra y la población sufriría una nociva metástasis».
Sin dudarlo le respondimos que un mes antes el poeta Octavio Paz —a quien criticaran tanto los intelectuales de izquierda— en una entrevista que le realizáramos en Ciudad de México, se había mostrado categóricamente a favor de su legalización, mientras que él prefería ser más cauteloso. Fuentes dijo de manera concluyente que su posición era esa y que sin embargo respetaba la ligera declaración de Octavio Paz al respecto. 
—¿Cómo sobrevivieron anoche a la invasión mexicana? —preguntó para orientar la conversación a aguas sosegadas—. No sabía que en Colombia el tequila despertara tanta pasión. Esta bebida extraordinaria, proveniente de la “planta vivaz”, como consta en el diccionario de la Real Academia, activa la palabra y el recuerdo... ¿Por qué no escribir una fenomenología de este licor?
—También aquí despierta fanatismo Emiliano Zapata y claro, José Alfredo Jiménez… —comentamos—. Y a propósito de este compositor, ¿por qué en La muerte de Artemio Cruz, el epígrafe inaugural de su novela: «La vida no vale nada, nada vale la vida», aparece sin autoría, y está simplemente firmado como “cantante popular”? 
—Cuando escribí esa obra no me pareció pertinente mencionar en el preludio a ese febril cantautor que había devorado nuestro imaginario. Su talento permeó la noche, la intimidad, todos los recodos de nuestra región más transparente y nuestras zonas sagradas… —respondió otra vez evasivo. 
—«Mi nombre es Ixca Cienfue­gos. Nací y vivo en México D.F. Esto no es grave. En México no hay tragedia: todo se vuelve afrenta. Afrenta, esta sangre que me punza como filo de maguey. Afrenta, mi parálisis des­enfrenada que todas las auroras tiñe de coágulos. Y mi eterno salto mor­tal hacia mañana»— así comienza La región más transparente—. Insistamos aquí en la idea fundamental de ese párrafo: ¿si en México no hay tragedia, es porque hay tan solo melodrama…?
—Afrenta, nostalgia insacia­ble, discordia parásita… Es un padecimiento generalizado en toda América Latina. 
—Usted ha dicho que el melo­drama es la comedia sin humor, ¿pero la tragedia... tan soñada por Steiner y por su querido Domenach, podrá asistir nuevamente al hombre con toda su lucidez?
—Yo sé que es difícil, porque el melodrama y el progreso están ínti­mamente relacionados. Desde el momento en que el cristianismo transformó al mundo antiguo, lo convulsionó diciendo que era posi­ble alcanzar la felicidad en el más allá y que la historia se desarrolla­ba en forma lineal a partir de la caída. ¿Cuál caída? Yo creo que Eva nos redimió. Eva no cayó, as­cendió, pero en la concepción his­tórica del cristianismo, las cosas se desarrollan linealmente a partir de la creación, la caída, la redención por Cristo y finalmente el Juicio Final, la recompensa de los buenos y la condenación eterna de los ma­los. Es una visión muy melodra­mática, muy maniquea que en el siglo XVIII se polariza. Así la felici­dad sólo es posible a través del progreso lineal, dirigido siempre hacia el futuro.
—Y ahora que el crimen o la afrenta, se han opuesto irreconciliablemente a lo trági­co...
—Las llamadas tragedias del si­glo XX nos han demostrado la false­dad de esta visión ultra optimista del progreso y la perfectibilidad humana en ascenso perpetuo. Nietzsche advirtió que la historia y la felicidad rara vez coinciden, y el siglo XX se encargó de demostrar­lo. Pero como perdimos la cultura trágica de la antigüedad, no supi­mos responder a la historia del si­glo XX, sino con el crimen. Auschwitz y el Gulag son crímenes más que tragedias. No sé si poda­mos en el siglo XXI reestructurar un sentido trágico de la vida, un senti­do de valores en tensión, valores opuestos pero en tensión, nutrién­dose unos a los otros, para que a través del fenómeno colectivo llamado por los griegos «la Catarsis», sea posible creo, limpiarse de la derro­ta, reconstruir un mundo nuevo.
—¿O un mundo antiguo, alter­no, múltiple, que rectifique la traición del tiempo lineal que usted denuncia y sus maniqueísmos?
—No sé si vayamos a hacer esto en un mundo tan difícil como el que nos ha tocado, en el que la simplici­dad maniquea de la guerra fría, dos ideologías, dos nacio­nes en pugna y el resto del planeta afiliado a uno u otro bando, ha sido sustituido por todo aquello que la guerra fría ocultaba: la pluralidad de culturas, la multiplicidad de etnias... Y ahora al sentirse los pue­blos desamparados, fuera de las dos ideologías nucleares, han teni­do que recurrir a nuevas alianzas, a nuevas formas de afectividad y de reunión, que se llaman: familia, nación, religión, cultura, etc... Lo cual explica en gran medida, la fragmentación que esta­mos viviendo en el mundo actual. ¿Qué se va a recomponer a partir de eso? Es imposible adivinarlo. Puede nacer una cultura trágica en la que los opuestos no se aniquilen, no se excluyan; sino que acaben por operar una síntesis creativa, una síntesis de valores. Eso está por verse en el siglo XXI.
—La tentativa de cautivar el fluir, el transcurso, la historia, para esen­cialmente enunciar la libertad y la prisión implícitas en una frase englobante, lo condujo a titular el conjunto de sus novelas: La edad del tiempo.
—En ese título general los términos se complementan hasta hacerse rotun­dos. Se patentiza un problema esencial: el tiempo, sus grandes acertijos, su extrema más­cara de la muerte, y la misteriosa ven­ganza acometida por el artista para burlar sus valores inexorables. El nuestro ha sido un siglo que ha realzado esa problemática original desde diversos ángulos, en obras como la de Heidegger cuando se interroga: «¿Se revela el tiempo también horizonte del Ser?»).
—Y también en la de Proust cuando afirma: «Una hora no es sólo una hora, es un vaso lleno de perfumes, de sonidos, de proyectos y de climas». 
—O la bella visión de Broch sobre el transcurrir: «Par­ticipo de la creación en el recuer­do». (...) 



(Versión completa en el libro Grandes entrevistas de Común Presencia. Colección Los Conjurados, Bogotá, Colombia, 2010



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