Gastón Bettelli: Entrevista

Los divinos demonios de Gastón Bettelli

Es, junto a Umberto Giangrandi, uno de los sugerentes y altivos pintores italianos afincados en Colombia. Elogiado por Obregón, ex-publicista estrella, participante en numerosos libros como El espíritu erótico, Almanaque J Vera Estudio de México, Art Directions Playboy USA, antiguo viajero y catedrático de la Universidad de los Andes, ahora completamente entregado a su universo creativo, tiene numerosas exposiciones en Colombia, Italia, Estados Unidos y Ecuador. Estudió en la academia de Bellas Artes de Roma y obtuvo importantes distinciones entre las que se cuentan el Premio Jóvenes Esso (1964), el Salón Regional de la Universidad del Valle y un Segundo Premio en el Salón Nacional de Artistas (1970). Aquí desnuda su palabra y su pintura.

Dentro de seis meses, ya sin melancolía, Gastón Bettelli, un pintor italiano “nacido en Colombia”, asistirá a una nueva interrupción de su felicidad. La vida, que le ha demostrado su condición de majestuosa talladora o encantadora de serpientes venerables, le negará la espléndida visión de Bogotá, nuestra querida celestina de cemento, nuestra confusa, adorable e imprescindible zorra. En la parte posterior de su edificio, al norte de Bogotá, obreros impetuosos e ingenieros histriónicos levantarán dos torres de apartamentos, donde vendrán a vivir los más nuevos, taciturnos e imprevisibles inquilinos. Esas dos edificaciones perfectas e infernales taponarán, hasta nuevo desorden, la visión de la ciudad, y sin saberlo, pondrán coto dramático a las ensoñaciones de mi entrevistado. Él lo define con la severa y trágica percepción del gran humor:

–Espero que este sea mi último coito interrumpido… Pero si no fuera por el “Coitus interruptus”, por la bondad del desabrazo, por la sabiduría de los finales, y si no fuera por la plenitud negada, el arte, motor y sentido de la vida, secreto entramado del espíritu, sería completamente innecesario y tal vez yo ni siquiera habría sido pintor –se consuela Bettelli intentando, atenuar de paso mi desasosiego.
Y me cuenta que compró este apartamento en donde estamos hablando de pintura, de mujeres y fantasmas, no tanto para poseer sus habitaciones, alguna de ellas propicia para deshacer el amor, ni por su cocina que llama a graves confesiones, ni por el edificio de ladrillo petulante. Ni siquiera por el estudio donde fatiga su imaginación y corporiza los fantasmas del pasado, vivaces como sus chamanes, sus bellas damas que flirtean con el goloso Eros visual de los espectadores, sus retratos inspirados en la figura legendaria, atronadora y semi-salvaje de Alejandro Obregón y sus acongojantes y peripatéticos Rembrandt inmersos en esa luz melancólica y sublime que persiguió y fundó el magnífico holandés. En realidad lo que estaba comprando era el balcón desde donde, durante los últimos años de su vida ha mirado, como cualquier devoto y agradecido onanista metafísico, a Bogotá, su querida de cemento, su ramera venerable.
–La modernidad me negará esa visión reconfortante sin siquiera presentar disculpas… yo no puedo demandar al desarrollo porque obstruye mis recuerdos, ni porque colapsa mi imaginación, al poner frente a mis ojos esas osamentas detestables. Es una tentativa de amputarme la belleza… Del paisaje ya no me quedará sino un fragmento: Es un coitos interruptus, lo repito… y que conste que el destino me ha deparado varios y que a todos los amo cuando logro el milagro de convertirlos en arte.
Yo le pido entonces que levantemos entre ambos, como una pequeña, soterrada, tal vez viscosa y seguramente insignificante revancha, un edificio ideal hecho de palabra, de guiños, de suspiros perdidos y resucitados… un edificio levantado, como su pintura, con el cemento inderrotable del deseo.
Módena en el corazón…
–Hablaré de la Módena que no conocen los geógrafos –me dice Bettelli, invocando la ciudad italiana donde nació hace 71 años. Se sienta y empieza a contarme parte de su historia, porque “todo reportaje que se realice a un pintor debe contar una historia, llevar unos datos, pasar por la registraduría de la costumbre, acomodarse a los caprichos de la casa mental, para buscar el origen, el manantial, la génesis de sus creaciones.
–Yo nací pintando… La verdadera pintura siempre es imaginaria, el verdadero Goya es el que constituyen los cuadros que no llegó a pintar… Recuerdo la anécdota de Jorge Larco que terminó siendo un poema de su amigo Borges. El artista había prometido una tela al poeta argentino, pero murió sin regalársela. Y Borges supo que en esa ausencia se abrigaban todos los cuadros posibles. Por eso, después de afirmar que “Sólo los dioses pueden prometer porque son inmortales”, corrige y nos cuenta que “también los hombres deben prometer porque en la promesa hay algo de inmortalidad”. El verdadero color no lo tienen los pinceles. Por ejemplo, ¿con qué color podría yo pintar el rostro de mi madre? ¿Con que color evocar la tempestad sin nombre del fascismo?
Y llegamos a Módena: Es el tiempo maravilloso en que todos los muertos están vivos. Bettelli ahora es apenas un niño con semblante de sonámbulo, arrastrado con furor por una madre decidida, definitiva, intemporal. La imagen de la madre que necesitan los desesperanzados y los huérfanos. Y el olor de la vida es el olor del majestuoso y penetrante vinagre de la región, néctar propicio para aderezar cualquier alimento y cuyo aroma embriagante produce las más proustianas de las asociaciones. Pero también estaba, recuerda Betelli, el sabor del queso y de la leche de las cabras, y el sabor del vino rojo, tempestuoso y adorable, y la melodía futurista de los motores de los autos Ferraris que allí se fabrican todos los días y a todas horas, de manera que los habitantes los ven pasar sin siquiera voltear a mirarlos, y sin saber que en el resto del mundo son una rareza magnífica.
–Esos ingredientes fundaban un Tiempo edénico –dice Bettelli–: entonces, el único recuerdo importante eran los sucesos acaecidos durante la mañana y no se necesitaban los relojes para que funcionara el tiempo, y el tiempo se medía en citas románticas, jornadas benévolas, cosechas generosas; era una vida medida con el reloj interno, con el cronómetro subjetivo, existencia de reiterados éxtasis domésticos y pecados venerables. Todo –me dice– era humilde y endiosado como la gran música. Pero se trataba de una eternidad efímera, tan frágil como las mariposas.
–Yo era hijo único y de esa vulnerabilidad no puede curarse nadie. Se trata de un santo y seña que llevarás hasta el final como un estigma. Y qué decir de la orfandad de un hijo único… es una orfandad redoblada. Una noche horrible mi madre dejó de respirar, de manera prematura: fue una tragedia. Aquella desaparición de lo visible fue la aparición de lo invisible, el primero y el más sísmico de mis aguaceros interiores.
–Y una tarde, pisando nuestra sombra apareció la historia. Creo recordar su advenimiento, el minuto en que se dibujó su silueta manchando y contaminando el horizonte… La historia llegó a Módena vestida de troperos de camisas negras, cabezas rapadas, dientes afilados, disfrazada de filosofía colérica y de proyecto altisonante. Esos dos hechos –la desaparición de la ternura y la aparición de la prosaica gesta del Ducce– me habrían de alejar del paraíso, pero curiosamente habrían de aproximarme al arte y la pintura.
–¿Qué dolió más, Bettelli –le pregunto–, la muerte de la madre o el fascismo...?
–Lo que pasa es que la vida de un huérfano siempre está regida por una oscuridad brutal, un plisarse al dictamen de lo insensato y lo inquisitorial, y esa es, precisamente, la amargura que instaura el fascismo… cuando murió mi madre comprendí, como comprenden los hermosos solitarios y los hombres insulares, que aunque luchara en alguna medida había sufrido una derrota indeleble… y, como siempre, era materia disponible de los gritos, de las imprecaciones : Era otro silenciado del fascismo, y ese sistema ilógico y sado-masoquista.
–¿Qué es el fascismo y cómo olvidarlo…?
–¿Cómo olvidar el fascismo cuando se ha vivido tantos años en Colombia? Son muchas las cosas, los detalles y las figuras públicas, a veces latentes y en ocasiones manifiestas, que en este país rememoran y homenajean esos años de perros, esa estupidez fulminante.
–Sí, nací en Italia pero no soy italiano… nadie en realidad es italiano. A veces fantaseo con que los italianos no existen… Son una invención del cine y de la opera… de día se parecen a los personajes de De Sicca y Bertolucci y de noche a los personajes de Fellini… Además están imbuidos de teatralidad, de exageradas muecas…. Todos pertenecemos a una gran opera buffa… Para comprobar el histrionismo del italiano basta recordar las depravadas puestas en escena de Nerón, y las tonterías vodebilescas de Berlusconi.
Gastón Bettelli se marchó de Módena como los provincianos de las primeras cintas de Fellini –Los inútiles, La Strada, El Jeque blanco o Almas sin conciencia– se enrumbó tras el esplendor ambivalente de las grandes ciudades. Dice que, hastiado de soñar en las noches laboriosos avernos, de sentir en la garganta la parte amarga de su italianidad se fue a los Estados Unidos, llevando como su presea más importante una frasco de vinagre y sus bocetos pictóricos que empezaban a ser copiosos y donde ya aparecían, en puntillas, casi traslúcidos, los elementos de su mundo artístico: Los colores que parecen desafiar a la pupila, las mujeres evanescentes y sagradas, los ojos alucinantes y abigarrados de seres más humanos que los humanos, y perpetuamente tocados por una sacralidad anterior a todas las reformas.
–Allí estaba yo, el huérfano de Módena, lejos de los Ferrari y el vinagre, con la vaga idea de pintar cuadros y de ganarme la vida como fuera. Desde entonces me dedicó a la publicidad. Imagínate: Yo –afirma, ahora risueño–, librepensador, un poquito anarquista, cliente del terror monástico de los confesionarios, en el país de Whitman. Allí fui muy feliz… y desde entonces defiendo a esa sociedad y la considero graciosa, altiva, llena de sentido del humor, picaresca, erótica y coqueta como las bellas películas que hacía Hollywood en los años cincuentas. Yo caminando por Nueva York, Los Ángeles, Chicago, serpeteando por la gran nación del optimismo.
Gastón pronto era uno de los más renombrados publicistas de Chicago, y tinturaba esa actividad con todos los matices hurtándole muchos de sus ingredientes al arte. Fue allí donde concibió una serie de campañas rotundas que lo convertirían en una estrella, un ilustre Shakespeare de supermercado, amansando el inconsciente colectivo, creando deseos, domeñando ilusiones.
–Yo defiendo ese oficio, al que usted considera un vasallaje… La publicidad hurta todas las artes, viola todos los preceptos rígidos… Es como la artesanía, un homenaje a la transitoriedad humana. Nos enseña a vivir gastándonos y de esa forma nos enseña a morir también.
–Entonces se dibujaron en el horizonte dos nuevas, nutricias pasiones, que serían el germen de su destino, y ahora contaminan sus tardes con el sabor ambiguo de la saudade: su esposa norteamericana y Colombia.
A ella, Adrienne Gibson, prestigiosa e inquietante arquitecta de la Bauhaus de Chicago la conocí como una herencia de la publicidad pero en realidad fue el motor secreto, la sonámbula y la sacerdotiza de todos mis cuadros. Mis pupilas al verla aparecer se llenaron de colores y mis manos se hicieron liebres risueñas prestas a producir belleza. La aprendí a amar una noche eternal al ritmo del Dry-Martini, y la seguí amando hasta su muerte, y, por supuesto, más allá de su cita con la decrépita insaciable. Soy demasiado convencional para tener aventuras galantes o perfomances eróticos, de manera que ahora el único remplazo que encuentro al amor de mi mujer es el amor de mi hija, prolongado en la candidez adorable de una nieta. Para los Casanovas la artera sensualidad, a los demás nos toca conformarnos con el amor.
Ya casado para toda la vida, Gastón Bettelli se enrumbó hacia Colombia, donde llegó precedido de una temible fama de publicista hiper-sensorial pero arrogante. Y en este país se encontró con las figuras más significativas que operaban en su corpus anímico.
–Eran los primeros años de la década del sesenta –dice Bettelli moviendo las manos como dos arpones que se lanzan al mar de los recuerdos–. Por todas partes había un penetrante aroma de imaginación, de rebeldía, de endiosada sensualidad: nuestros duendes puntuales eran poetas como John Ashbery, filósofos como Marcuse, rebeldes como los Panteras Negras, sublimes guerreros como el Che… el arte, la publicidad, la moda, la literatura y, por supuesto, la pintura, eran la respuesta al prolongado bostezo y la abulia infinita... De las figuras que conocí en Colombia las que más recuerdo, por el influjo capital que ejercieron sobre mi conciencia, y porque me emplazaban siempre a dejar la publicidad, a la que tildaban de casa de citas banales, fueron Marta Traba –la papisa del arte moderno colombiano– y Alejandro Obregón, ese pintor dueño de una fuerza vital ciclópea que le inoculaba a sus cuadros, y que una vez dijo: “yo al único al que le tengo miedo es a Gastón Bettelli”.
Así, mientras fungía como hacedor de naderías, Gastón Betelli se dio a la pintura, al principio como un juego, solo robándole unas horas a la jornada febril. Así fueron apareciendo sus cuadros y su nombre se repitió en los salones y los tertuliaderos de intelectuales… Había nacido el otro Betelli, ya ajeno de la bacanal publicitaria. Él insiste en hablar con cariño de ese oficio, tal vez porque entonces no era tan rapaz como ahora, al punto de que muchos de los que trabajaron con él terminarían huyendo hacia los planetas de la palabra esencial: trabajó, por ejemplo, con el incesante William Ospina, con el gran publicista Carlos Duque y con el director y dramaturgo Santiago García.
–Pero yo no hablo de pintura… yo padezco la pintura. Soy del otro lado, y creo que, como en el cuento fantástico, a medida que uno pinta va desapareciendo, haciéndose irreal, notándole a la existencia su lado de voluta, de fragilidad errante, de endriago y quimera. Hoy por hoy no sabría cómo afrontar el universo si no pudiera pintar. Ya pertenezco al mundo de los colores, soy otra ficción, un personaje escondido en algún desván o pasillo de mis telas.
Gastón Bettelli ya no viaja mucho. Apenas una que otra vez y activado por el cariño de su hija y su nieta que viven en los Estados Unidos. Entonces se dedica del todo a sus series de pinturas, algunas de las cuales han sido adquiridas y expuestas en míticos museos y galerías. Entre esas series se instalan con facilidad en cualquier memoria sus chamanes de ojos alucinados y siempre abscontos, bellamente dramáticos, distantes como los viajeros del yagé o el ácido lisérgico; sus “Mujercitas” encantadoras o fatales, dejando siempre la sensación de que saben teatralizar y sacralizar su totémica presencia e interrogar al deseado cuerpo contrincante; y, la más querida de sus series: “Los Rembrandt”, lunáticos, geniales, sus alter ego y, según confiesa, la compañía más arrogante que tienen sus atardeceres.
–Ellos endulzan mis rutinas. No es una ficción… los fantasmas de Rembrandt viven en mi casa… deambulan de manera familiar por estos cuartos, me prestan atención cuando les hablo o les bromeo. Juntos recordamos nuestras vidas efímeras donde lo único que quedarán son los reflejos. A veces, incluso, me han hablado de fugarnos, buscar otras rutas, reemprender el viaje…
Entonces le pregunto si no serán los martilleos feroces en el vecindario los que le hacen acariciar la posibilidad de la fuga. El anhelo de una mutación radical y una cambio absoluto en los climas de la vida…
El camino que va a Roma es, como lo saben incluso los neófitos, una invención del arte –afirma Bettelli, muy despacio, críptico, sensual y complacido, como si estuviera a punto de narrar una mentira más consoladora que la existencia de Dios, y entonces entramos en la zona sagrada de su arte, el ámbito que explica y da coherencia a todas las historias, ahora difusas, de su biografía sensible.

El rito perpetuo
–A las mujeres les gusta tener un hombre que les perpetúe la juventud… por eso las más traviesas cuando están jóvenes se casan con banqueros y cuando están viejas le encuentran el sabor a los poetas –postula Gastón Bettelli mirando algunas de sus mujercitas adorables.
–Parafraseando una abyecta boutade popular yo digo: Preguntar qué fue primero entre el arte y la belleza es como preguntar qué fue primero entre el huevo y la gallina... El arte y la belleza trabajan en llave, odian las mismas puertas, bostezan ante los domingos y son la hipérbole de la ingravidez, del milagro inveterado y de lo irresponsable.
–Bettelli –le pregunto sintiéndome feliz con el resultado de nuestro laborioso experimento mayéutico– ¿qué le han aportado sus demonios?
Él lo piensa por un minuto en el que parece escucharse el tic tac de todos los relojes, y siento la tibia cercanía del pintor holandés que se ha convertido en su compañero sublime… es un minuto de gran solemnidad, imbuido de latencias y extraños sentimientos, como el que le acontece a un personaje de Ingmar Bergman en La hora del lobo…
Y entonces contesta:
–Todo se lo adeudo a mis demonios: Mi extraña pintura… mi extraña forma de amar… mi extraña forma de sufrir, el extraño manantial de donde me brotan las creaciones… y, por supuesto, mi extraña pureza...